Un rato estuve a la sombra de la única acacia observando lo que queda de lo que fue el cortijo del Ejido. Aparte de algún que otro gorrión, allí no acudió ni un alma. Apenas unas vacas solitarias y mañaneras de la Fuente del Moro. Vacas retintas que han convivido entre fontaniegos, paradeños y marcheneros viendo pasar a lo largo del tiempo a aquellos jornaleros transeúntes, como ellas, por aquellos cortijos unos pidiendo un jornal y, otros, prosiguiendo su viaje quién sabe a dónde.
Por otra parte, el singular paisaje en que se encuentran estas imágenes es realmente desolador. La campiña cambiante, la canícula de agosto y ese pilar con el libertino derrame de las aguas que hace de su entorno un cenagal, mientras que, por sus desdentadas y achacosas paredes, la verdina y el cieno chorrean como repugnante gelatina. Con todo esto, los hierbajos creciendo acá y allá, en impune y vergonzoso libertinaje y promiscuidad, al amparo de la dejadez y de la poca humedad que les queda.
El implacable sol del estío, que en sus tiempos armonizaba con su presencia la trilla del perdido cortijo, con aquellos mulos negros como la muerte dándole vueltas y vueltas al frenesí de la paja, las medrosas vacas de la Fuente del Moro, de los toros retintos que rebordeaban en el halo del amanecer. El mugido repetitivo de los bueyes, esperando impávidos el colosal peso del arado, la piara de yeguas y mulas zarandeando sus largos esquilones de latón y el badajo de madera noble que, a lo lejos, se ensambla con el canto de las alondras, los alcaravanes y las avutardas de Fuentes de Andalucía.
Amigo mío, hoy, al hilo de lo que te digo ¿quién es el que quiere ser pastor? ¿Quién es el que está dispuesto a estar, a sus horas y en sus horas, sentado sobre una banqueta y con el barreño atrapado entre las piernas para ordeñar a las ovejas o a las cabras? ¿Y eso de ser porquero? ¿Qué es eso de porquero? Para las gentes de hoy, el sólo mencionarles estos tan dignos y ancestrales oficios campestres casi les resulta una ofensa, no parece sino que les denigrara.
Hoy la gente, por lo general, huye de los trabajos del campo como gato que apeona sobre candela. Aquellos bravos y sacrificados hombres de antaño se perdieron para siempre. Por su saber, por su honradez y por su espíritu de sacrifico, valían su peso en oro. Los jóvenes de hoy, no ya del ámbito meramente urbano, sino los del mismo marco rural, no saben distinguir una simple amapola de una margarita y, aún menos, una oveja de una vulgar cabra. Hoy, los que intentan vivir de la tierra no pueden tener nada, antes con poco bastaba". Y decimos crisis". Casi ni conservar lo que, en toda una vida, se puso conseguir a base dejarse el pellejo en los terrones.
¿Qué es hoy de los amplios caseríos de aquellos cortijos? Ahí están, deshabitados y apestando a tiestos rotos, si es que quedan, rodeados de escombros. Como leprosos abandonados se desmoronan y se caen a pedazos, si es que queda todavía alguno. ¡Qué puñalada trapera tan profunda y dolorosa el sólo pensarlo.
Se acabaron ya aquellas colleras de yeguas trotonas tirando de los trillos sobre las parvas, mientras los mozos de era les iban remetiendo las orillas con las horcas, redondeándolas con la precisión de grandes entendidos en geometría. ¿Y los aventadores?
Qué sabiduría la de aquellos hombres para separar el grano de la paja lanzando al aire bieldadas de parva, trillada y amontonada, con sabiduría al parecer innata, que Dios les infundiera antes de nacer. Se acabó o quedan muy pocos ya "igual que las vacas de la Fuente del moro". Aquella raza de hombres que se perdió para los restos, igual que aquellos caseríos.
Cierto, por otra parte, que, debido a la maquinaria agrícola y "a las mil y una químicas de Satanás" que, en definitiva, son las principales causantes de la desbandada del campo, la mano de obra prácticamente ha quedado relegada a un muy segundo lugar. La han suplantado canallescamente usurpándole el campo a sus legítimos dueños, aquellos que siempre debieron serlo porque trabajaron la tierra.