Decía Natalia Ginzburg, la escritora italiana nacida en Palermo en 1916 y fallecida en Turín en 1991, en un artículo sobre la vejez que cuando ésta llega, perdemos la facultad de maravillarnos, de sorprendernos, que entramos en una zona gris donde nadie nos mira. Curiosamente, estoy de acuerdo con lo segundo. Nos volvemos invisibles digo siempre. Pero no estoy de acuerdo con lo primero, o sí. Me explico. Culturalmente, hemos tenido a los viejos y viejas como personas a las que la edad les ha otorgado sabiduría y esa misma sabiduría les ha curado en parte del asombro y de maravillarse ante todo, ante la vida, la belleza, los acontecimientos en general.
Esto ocurría en el pasado, pienso, porque las costumbres, las tecnologías, las creencias y modos de vivir se transmitían de padres a hijos a través de siglos incluso. Pero he aquí que en las últimas decenas de años, desde mediados del siglo pasado, la sociedad occidental ha sufrido una transformación como nunca en la historia, si exceptuamos la revolución Neolítica y tal vez la Industrial.
Vivimos una época donde el maravillarnos, el asombrarnos es necesario para vivir. No podemos caer en la indiferencia de lo que ocurre a nuestro alrededor. Tenemos el deber de la curiosidad que nos ayuda a entender el mundo para poder actuar en él haciéndolo un poco mejor. Y es ahí donde estoy de acuerdo con Natalia Ginzburg en el sentido de que, si perdemos la facultad de maravillarnos, de sorprendernos, nos convertimos en viejos y viejas. Eso es lo que nos hace invisibles. Nos perdemos para los demás y para nosotras mismas.
En los tiempos que corren, en los que la juventud es garantía de éxito, nosotras las que rozamos la vejez o ya estamos en ella, no podemos dejar de sorprendernos, de maravillarnos para sobrevivir. Haciéndolo, aprendemos de la juventud, esa juventud que tanto tiene que ensañarnos y que tanto tiene que aprender ¿De nosotras? No sé, tal vez de todos. Seamos jóvenes y viejos y viejas, sorprendiéndonos y maravillándonos.