Qué bueno es que haya un malo. Todas las épocas han tenido el suyo propio. Cuando no lo había, lo inventaban. Eleuterio Sánchez, “El Lute”, fue el malo oficial de la España de los años sesenta y setenta. Qué mala es la necesidad, decían en Fuentes en aquellos años. Fuentes tenía un loco local y un malo oficial, como correspondía a todo pueblo que se preciara de serlo en la España de blanco y negro. Por un lado, estaban el cura, el boticario y el sargento de la Guardia Civil. Por otro, el tonto, el loco y el malo. Qué habría sido del Fuentes de entonces sin el Lute y el Matildo. ¿Cómo habrían asustado a viejos y a niños?
Cuando este país vivía en blanco y negro, o estabas con los buenos o estabas con los malos. Los buenos eran los nuestros y los malos, los otros. En aquel Fuentes de nuestra infancia, el malo más malo era el Lute y los buenos, los guardias civiles que los perseguían. El mal tenía la cara tumefacta, el brazo en cabestrillo, barba de varios días y el pelo revuelto. El bien lucía bigotito fino, el pelo engominado, los labios apretados y el mentón recién afeitado. El mundo era simple, previsible, inmutable, recto como una vara de mando, de ordeno y mando.
La Salud de Maudilio, vecina de Concha Colorao y Luis Chicaíngo en la plaza Abajo -actual de Andalucía- metía miedo a los niños anunciándoles la aparición del Lute por la callejuelilla del cura. Su yerno, el de Salud, era guardia civil en Extremadura y andaba por trochas y barrancas escrutando cuevas y hoyas en pos del escondrijo del malo oficial del régimen, aquel gitano huido de la prisión de El Puerto de Santa María, en Cádiz, donde debía cumplir condena perpetua por el asalto a una joyería de Madrid en el que había muerto un vigilante de seguridad. El fantasma de el Lute paseaba todas las noches por la Carrera.
Cuando el Lute todavía era el Lute, como años más tarde cantaría Sabina, en Fuentes emanaba el cabo de la Guardia Civil Gregorio Arteaga, que traía a todo el cuartel de cabeza detrás del malvado. Removió el término de Fuentes entero, registró a todas las gitanadas nómadas que pasaban por aquí, no fuese que entre ellos llevaran escondido a el Lute. Lo que hallaban los guardias en aquellas cuadrillas era más hambre que un caracol en un espejo, mientras el forajido seguía a sus anchas por esos campos del demonio con rabo. Ni el Vaquilla, ni el Torete, ni el Marce le llegaban al Lute a la altura del betún.
El hijo de don Alfonso el practicante, Alfonsito, le tenía pánico al Lute. Cuando en el verano de 1969 su padre estaba sentado tomando el fresco en la puerta de su casa, Alfonsito veía asomar al Lute por la esquina del Catalino, navaja en mano, cargando un cofre de joyas, dos gallinas en bandolera y un saco de quincalla atado a la cintura. El padre le ponía voz a aquella pesadilla diciéndole que el forajido, con tan solo 23 años, había participado en el atraco a una joyería de Madrid de la que se llevaron 120.000 pesetas. Dos años y medio duraron aquellas pesadillas de Alfonsito, el tiempo que Eleuterio Sánchez permaneció huido de la justicia antes de ser apresado en Alcalá de Guadaíra.
La España de aquellos años marcaba a fuego la piel del malo desde la cuna y a El Lute le tocó la china después de haber robado, pobre diablo, un par de gallinas para espantar el hambre canina que le roía las entrañas. Dos gallinas o cuatro pimientos, dos tomates, una berenjena y medio pepino, dos años de cárcel y toda la vida de condena en condena. No andaban muy lejos los guardias civiles de mercheros como el Lute en cuanto a penurias alimenticias porque los salarios del benemérito cuerpo poco alejaban el hambre de sus estómagos. Los señoritos les solían alimentar algo mejor que el salario en aquellas visitas a los cortijos que tenían la contrapartida del debido respeto y la obediencia ciega. El Lute y los civiles, la cruz y la cara de aquellas pesetas con la esfinge de Franco grabada a fuego. El régimen engendró lutefílicos y lutefóbicos, una forma de que no se hablara de otras cosas. Fútbol, toros, Lute y las suecas de Torremolinos, el opio del pueblo.
La comidilla de las barberías de Fuentes eran las tropelías del fugitivo, al que se le atribuían tantas maldades que hubiese necesitado vivir siete vidas, como los gatos, para haberlas podido cometer. Lo que parece cierto es que cuando lo conducían desde el penal del Dueso a Madrid para someterlo a un juicio se tiró del tren en marcha y logró escapar. Era el 2 de junio de 1966 y aquella nueva gesta lo elevó al pedestal más alto de la alcurnia quinqui. Un preso anarquista del Dueso le había dado una ganzúa infalible, se escudó la pasma. Anarquistas y mercheros contra el régimen. Pero la realidad era que no había esposas capaces de resistirse a las ganzúas del Lute, ni celda imposible de ser perforada por un túnel rumbo a la libertad. El Lute ya era el Lute.
Decían en las barberías, las tabernas y las esquinas que la habilidad de El Lute para escapar no la tenía nadie en España. La fuga es el arte y Eleuterio Sánchez su exponente más señero. Solo el francés Papillón tenía algo que hacer frente al Lute en cuanto a capacidad de fuga. Pero Eleuterio era español y eso era un plus frente al gabacho. El Lute fue durante los años sesenta y setenta el santo de devoción de quinquis y mercheros, aunque la verdadera canonización le llegó de la mano de la intelectualidad antifranquista cuando, entre rejas, acabó los estudios de Derecho en el penal de Cartagena y obtuvo plaza en el despacho de Tierno Galván, el abogado que poco después sería alcalde del Madrid rojo.