La primera casa que había cercana al rincón de la Cruz era la de Manolito el Cabrero. Yo solo conocí a sus descendientes que vivían en el campo y dos o tres veces al año, por feria o semana santa, venían a Fuentes. Eran dos parejas que venían en moto, creo que Peugeot, y las señoras ya vestían pantalones, lo cual era algo adelantado para la época. Por lo tanto, la casa estaba vacía la mayor parte del año. De Manolito el Cabrero los chavales decían que un día lo trajeron muerto en un camión.
Sobre este peculiar personaje, mi padre nos contaba que siendo joven se presentó un domingo en el pueblo luciendo unas barbas que le llegaban a la cintura, una zamarra de piel de borrego y un pestazo a macho cabrío que tumbaba de espaldas. Como viera mucha gente concentrada en la puerta de la iglesia les preguntó que hacían allí que no entraban y le dijeron que estaban esperando ver a la señorita Fulana, por desgracia no recuerdo el nombre, hacer el paseíllo desde su casa a la iglesia. Parece ser que la señorita era todo un espectáculo. Él se esperó allí con todos y cuando la vio pasar dijo en voz alta, a esta la voy a pedir yo por novia.
La concurrencia se echó a reír. ¿Dónde vas tú con esa facha?, dijeron. Pero Manolito tenía un poderoso argumento a su favor. Por la tarde, la señorita y sus amigas paseaban por la Carrera, el cabrero se acercó al grupo y tanto insistió en llevarlas a la confitería, que al final, la pretendida, convencida por sus amigas, aceptó el convite. Manolito hizo un amplio gesto con la mano, dando a entender que tenían toda la confitería a su disposición.
La señorita en cuestión se limitó a tomar, con gesto remilgado, algún dulce, pero las amigas se pusieron las botas, además de los botines que ya llevaban puestos. Era un calzado muy habitual entre las señoras de aquella época y que hoy vuelve a estar de moda. Satisfecha la gula, el galán preguntó qué se debe, al tiempo que exhibía un carterón que, a pesar de sus dimensiones, no daba abasto a contener los billetes que asomaban por todos lados. Tenía una máxima este Manolito y era que cuando invites a una mujer, paga siempre con el billete más grande que tengas.
Al cabo de unos días se presentó en casa de la damisela a pedir a sus padres la mano de la misma. A la interesada le causaba más bien horror la perspectiva de acabar casada con aquella especie de hombre de las cavernas. La familia, como tantas otras de aquella época, vivía de las apariencias, pero no tenía un real y la historia de la cartera había corrido como la pólvora. Así que obligó a la hija a casarse con el cabrero. Según cuentan, el matrimonio duró menos que un duro en la puerta de una escuela. De la iglesia ya salieron cada uno por un lado. Él se fue al campo con sus cabras y no volvió al pueblo hasta que lo trajeron muerto. A la señorita probablemente la familia la obligaría a ingresar en algún convento.
Por aquellas casas vivía una mujer de cuyo nombre tampoco me quiero acordar. Tenía un hijo al que, desde siempre, en el pueblo todos conocían como el Alonsito. De mayor ingresó en la Marina y cuando venía de permiso la gente le preguntaba "¿cómo le va a tu Alonsito con los barcos?" Ella, haciéndose la ofendida, contestaba que su hijo se llamaba don Ildefonso. La gente le contestaba "en Fuentes no hay más don Ildefonso que el Cura de la Gallina". Cuando se juntaban varias vecinas en la tienda de comestibles que puso María, la mujer del Rubio el Yeso unas puertas más abajo, y le preguntaban "¿no necesitas nada para la olla?" Ella contestaba, yo mi olla ya la tengo cocida desde las cinco de la mañana. La Rosarito Gamero le contestaba con sorna "¿pa qué coño pones la olla tan temprano, que cuando llegue la hora de comérsela estará pasá. Por lo menos le habrás sacao el rancio".
Más abajo vivía Antonia la Tolita o Antonia la del Carbón, como también era conocida, ya que vendía carbón. Yo fui muchas veces a comprarle. Era una persona bastante mayor y vivía con ella una sobrina llamada Victoria, una muchacha de unos veinte años. Tenía esta Victoria un novio de nombre Antonio, si mal no recuerdo, pero en la acera de enfrente y bastante más abajo. Tendría también unos veintitantos años, hombre de campo, fuerte como un roble y con unas espaldas a prueba de palos como pude comprobar un día. Era el mozo dado al vino y no fue uno solo el día que su padre tuvo que sacarlo de la taberna con una tajá como un piano y llevarlo al campo a las puñeteras trágalas. Con un buen cubo de agua del pozo el muchacho se despejaba y reanudaba su labores.
Lo de la tajá como un piano era una expresión muy usada, aunque nunca entendí qué tenía que ver un piano con una borrachera. El caso es que una vez el mocito se pasó de rosca con el vino y el padre con el palo. En fin, explico cómo fueron las cosas y que cada cual juzgue por si mismo. Un día al salir de la escuela para ir a comer, al pasar por la puerta de Antonia la del Carbón vi al novio estirado boca abajo con la tajá del dichoso piano. Balbucía algo así como "déjame en paz, no quiero ir al campo". Apareció el padre, un vejete enjuto, con una chapona de aquellas que sólo llevaban un botón, gorra negra, cara curtida por años de trabajo a la intemperie y, en la mano, el mozo del carro. A mí no se me ocurría para qué podía necesitarlo, ya que aquel vejete no andaba precisamente necesitado de bastón.
Cuando apareció el padre, la novia, adivinando lo que iba a venir, se metió en casa cerró y atrancó la puerta. El padre empezó por sacudir al borracho con el pie, diciéndole "venga muchacho, que la parva está a medio trillar y cuando haga aire hay que aventarla. El otro no se coscaba y solo decía "uuuuuuuuuu". El padre empezaba a perder la paciencia y golpeando el suelo con el mozo del carro le gritó "¡al campo o aquí está el ejemplo!". Se lo repitió dos veces más y a la tercera, enarbolando el mozo, se lo hizo astillas en el lomo. El otro ni se movió. Al padre sólo le quedó en la mano el casquillo de hierro y el gancho que servía para sujetar el mozo al carro y que tiró con rabia contra la acera de enfrente. Después se fue por la calle abajo.
Unas puertas más abajo vivía alguien que recuerdo con especial simpatía. Era Diego Comelón, que en paz descanse. Tenía una gracia especial para discutirse con las vecinas, sobre todo con una que, aunque se llamaba Mercedes, como su marido se llamaba Felipe, todo el mundo le decía la Felipa. Los hijos eran los Felipillos. A veces, después de una trifulca que duraba toda una tarde, la Felipa acababa diciéndole "anda, Diego, te doy dos pesetas y llevas los niños al matiné". "Que los lleve la tía Frasquita", solía contestar el Diego.
La casa que lindaba con la calle Humildad era la de Basilio el de la Sal. Es probable que algunos la recuerden. Allí, en el interior de la casa, directamente sobre el suelo, había una montaña de sal. Ibas directamente con la orza y una viejecita te despachaba del montón. Por tres chicas te llenaba un cuartillo y por tres gordas un medio. A mí la blancura de aquella montaña, en contraste con los ladrillos del suelo, me llamaba mucho la atención. Por eso siempre que mi madre decía hay que ir ancá Basilio a comprar sal me ofrecía voluntario. Siempre me despachó la viejecita. A Basilio no recuerdo haberlo visto nunca.