"¡Los caminos del Señor son inescrutables!", tronaba el cura desde el púlpito. Y los otros también, pensaba el monaguillo para sus adentros. En efecto, nunca sabes con quién te vas a encontrar en los caminos del Señor... y en los otros. La figura que más abunda en ambos, desde tiempos bíblicos, es la del salteador y la que más escasea es la del buen samaritano. Pero a veces en un recodo del camino aparece algún personaje de un cierto pintoresquismo, que podríamos decir, y que rompe un poco la monotonía.
Mi empleo en aquel momento era el de jefe de almacén en un operador logístico dedicado al transporte y almacenaje de productos editoriales, principalmente.
Hacía tres meses que la empresa no pagaba los salarios. Aunque el menú no era muy caro, a la hora de la comida dejé de ir al restaurante y empecé a traerme un bocadillo de casa. Disponíamos de una sala, a la que pomposamente llamábamos comedor, con un par de mesas, algunas sillas, una nevera, un microondas y una cafetera de las que funcionan con monedas. El café, horrible, fue causa de mucho absentismo laboral por diarrea.
De acuerdo con el horario, disponía de dos horas para comer. El bocadillo lo despachaba en diez minutos, después sacaba un café de la máquina y mataba el resto del tiempo en conversaciones insustanciales con chóferes, carretilleros y mozos de carga, que siempre hablaban de lo mismo, fútbol, putas, restaurantes de carretera donde por una miseria te pones hasta el culo, para acabar irremisiblemente en la política y el gobierno. La particular política que practicaba la empresa, reteniendo descaradamente los salarios, curiosamente no despertaba ningún tipo de reacción.
Llegué al convencimiento de que allí el único pobre era yo. Colgándose de los ingresos del cónyuge, del padre o de la madre, de abuelos en algunos casos, quemando los escasos ahorros que pudiera tener, la gente iba sobreviviendo sin plantearse ni tan siquiera denunciar la situación, tratando de autoconvencerse de que aquello no pasaría de ser un ligero contratiempo y de que en un plazo muy breve el patrón los sorprendería agradablemente ingresando en las respectivas cuentas el total de las nóminas atrasadas.
La verdad es que las cosas sucedieron de manera muy diferente, pero sería muy largo de explicar y esta historia, si bien como consecuencia derivada de la circunstancia laboral, está basada en una relación extra laboral. Diré solamente que el ambiente del comedor se me hacía insoportable, así que añadí un termo con café a la bolsa de las provisiones y decidí pasar las dos horas de la comida fuera del recinto empresarial.
El almacén estaba situado en el extremo de un polígono industrial de la periferia de Sabadell. Un lunes, a la una y algo, cogí la bolsa de avituallamiento y, siguiendo la carretera que pasaba por delante del grupo de naves que componían el polígono, fui a parar al cementerio. Estaba abierto, hacía un día espléndido, olía a pino y ciprés, había abundante sombra, sanitarios, fuentes de agua potable, cómodos bancos y dos o tres empleados del mantenimiento que, armados de pala, escoba y carretilla, iban a lo suyo. Por supuesto, también había un montón de muertos, pero éstos no molestaban en absoluto.
Entré y, resiguiendo las cortas avenidas que me salían al paso, desemboqué en una plazoleta rodeada de mausoleos. Escogí un banco en la zona sombreada, me senté y despaché el bocata del día, rematando la faena con un café del termo. Recogida la mesa, cosa que a decir verdad no me llevó mucho tiempo, pasé un buen rato y, aunque aseguran que es muy difícil de conseguir, yo diría que con la mente en blanco. No dormía, pero tampoco pensaba. Una llamada por el móvil de un cliente inoportuno me recordó que se imponía la vuelta al trabajo.
Al día siguiente pasé de largo el cementerio y, siguiendo las indicaciones de un cartel que anunciaba Ermita de San Nicolás, zona de picnic, decidí acercarme. El lugar era realmente agradable. Había una pequeña ermita cerrada a cal y canto en un promontorio cubierto de pinos, que termina bruscamente en un barranco considerable, por debajo del cual corre un riachuelo cuyas aguas dicen que han experimentado el milagro de la depuración. Cierto es que hay vegetación en abundancia y se ven algunos patos. Se habla también de peces, pero nunca bajé a corroborarlo. El borde del barranco constituye una especie de mirador protegido por una valla de troncos y muy cerca de ella, de manera que mientras estás sentado puedes ver el panorama circundante, hay dos bancos de piedra, sin respaldo.
Me senté en uno de ellos de cara al talud que, aunque tenía una pronunciada inclinación, no era vertical ni mucho menos. Empecé a disponer los elementos para la comida. Ya estaba con el café cuando me percaté de que un individuo subía barranco arriba. A medida que se acercaba pude ver que iba descalzo y sin camisa, sosteniendo en una mano una bolsa de papel con asas y en la otra un par de alpargatas. De la camisa no había rastro. Tampoco le hacía mucha falta, estábamos en julio y eran las dos del mediodía. El individuo emergió por el borde, atravesó, inclinándose, los troncos que componían el vallado y, sin decir palabra, se instaló en el banco de al lado, sobre el cual depositó alpargatas y bolsa.
Su anatomía recordaba a los “duros” del cine y exhibía continuamente una media sonrisa que no dudé en calificar de torva. En aquel momento, hubiese afirmado sin ninguna duda que el recién llegado era cualquier cosa menos un intelectual. Las apariencias, que no acostumbran a engañar, en este caso lo hicieron, aunque solo en parte. No se le veía asustado ni preocupado, pero sí sorprendido de encontrar a alguien allí. El lugar era realmente solitario. A pesar de la aparente tranquilidad, sus primeros gestos y palabras fueron claramente defensivos. Sacó de la bolsa una bandeja de plástico de esas que llevan varios compartimentos, y un cuchillo patatero de considerables dimensiones y esgrimiéndolo en dirección a mí dijo en voz alta "éste siempre viene conmigo".
Yo, por no ser menos, que por cuestiones de trabajo para cortar flejes y embalajes en vez del clásico cúter utilizaba una navaja cabritera marca Pallares tamaño XXL la saqué del bolsillo, la abrí, y se la mostré diciéndole "y ésta conmigo". Fue como una carta de presentación entre caballeros que hizo desaparecer todas las suspicacias. En la escala de valores de Antonio, así dijo llamarse, subí un montón de peldaños y, a partir de aquel momento, pensó que sin menoscabo alguno de su persona, podía entablar conversación conmigo sobre cualquier tema. Así lo hizo.
Abrió la bandeja que contenía un menú económico que alguna institución de carácter social preparaba a precio módico para indigentes y, mostrando el contenido, dijo "mira qué robo, tres euros y medio por esto, las patatas están crudas, el pollo rancio. Son unos ladrones y encima esta pandilla de maleantes han forzado la puerta, han entrado y me han tirado la sal, el aceite y todas las cosas por el suelo. Quieren que me vaya, pero no se saldrán con la suya". "¿De tu casa quieren echarte?, traté de averiguar. "No, de mi casa ya hace tiempo que me echaron entre mi madre y mi hermana, por presuntos malos tratos. Ahora vivo ahí, en los transformadores". Señaló con la mano una construcción de paredes gruesas, en forma de prisma, con una puerta metálica que se veía entreabierta.
Por lo que pude averiguar, esta especie de torreón albergaba uno o no sé cuantos transformadores de alta tensión y, en un rincón del mismo, Antonio se había organizado con dos piedras y algún que otro tablón distraído de unas obras, una sencilla estantería donde tenía las cosas que la pandilla de maleantes de que hablaba le habían tirado por el suelo. También tenía una especie de cama, en la cual dormía con, mi ignorancia sobre electricidad me impide precisar, miles o cientos de miles de voltios sobre su cabeza.
Se había ingeniado una manera de atrancar la puerta desde fuera cuando se ausentaba, pero todos los sistemas de seguridad tienen sus fallos, reconocía él modestamente. La cerradura de la compañía eléctrica debió ser la primera que falló. A partir de aquí, la relación entre los maleantes y los ladrones estaba clara. Al no poder hacer sus trapicheos alimentarios en el improvisado refugio, debido al asalto de los maleantes, se veía obligado a pagarles a los ladrones tres euros y medio por un menú de mierda. Desde luego, le dije, el cuarto de los transformadores no es un sitio muy recomendable para vivir, pero, ¿por qué quieren que te vayas? si no es mucho preguntar. Su respuesta fue que "la asistenta social me consiguió una paga de disminuido psíquico de 350 euros y muchos de ellos llevan años solicitándola y no creo que la consigan".
"Sinceramente, Antonio, yo no te veo disminuido ni física ni psíquicamente". "¿Cómo es que te concedieron la paga?". Titubeó un poco antes de responder, pero al final me dijo "bueno, al principio la asistenta dijo lo mismo que tú después de hacerme muchas preguntas y algunas pruebas. Me negó el informe favorable, pero al final, la convencí con ésta”. Al decirlo puso la mano sobre la bolsa de papel que llevaba, en la que, evidentemente, guardaba algún argumento de peso. Pensando que muy bien podría llevar un arma más efectiva que el cuchillo patatero, le pregunté si había utilizado la violencia para convencer a la asistenta social. "De ninguna manera, me contestó, te lo juro por ésta". Y volvió a poner la mano sobre la bolsa de papel. ¿Qué llevaría allí?
Mañana, segunda parte de "Con la mano sobre la Biblia"