Los cuarks son las partículas más pequeñas que se conocen, son la insignificancia de lo esencial. Cada partícula, cada unidad, es un pequeño universo esférico compacto e indivisible que parece insignificante a nuestro entendimiento. Pero en el mundo subatómico, el tamaño no importa. Lo importante es cómo se es percibido por el resto, lo importante es la apariencia. El universo también está formado por esferas perdidas en una inmensa oscuridad. Micro partículas y cuerpos celestes se atraen y se repelen, chocan y rozan, se funden y desintegran siguiendo una coreografía aleatoria, que sin embargo parece digna de Rudolf Nuréyev.
Nuestro hábitat humano se parece a los espacios sideral e infinitesimal. Aunque también me recuerda a una mesa de billar francés. Las personas chocamos unas contra otras de carambola y el contacto nos lanza en la dirección contraria al golpe recibido. Pero podemos recibir un mal impacto y acabar cayendo por un agujero, como en el billar americano. Cuando esto pasa sentimos alivio porque son otros los que caen por las troneras.
La vida nos lanza a unos contra otros, como si lanzara dados al aire, esperando que haya un ganador, pero nunca lo hay, todos caeremos al abismo. Nuestra trayectoria sobre el tapete la deciden en gran medida el resto de cuerpos que no paran de golpearse con violencia, con indiferencia, a veces (pocas) con cariño. Como cantaba Sinatra somos: “Stranger in the night”, parecemos barcos que se cruzan en la noche, mientras intentan no colisionar con los icebergs. Venimos al mundo relucientes y nacarados, pero con cada envite vamos perdiendo brillo y tersura en la piel, hasta volvernos rugosos. Con cada impacto que recibimos cambia nuestra ruta, a veces también nuestros sueños. Todo contacto humano nos cambia.
Somos cuerpos celestes, o quizá moléculas. Hay de todo, estrellas fulgurantes que se unen a otras formando galaxias y bacterias que forman infecciones. Cuerpos sólidos, gaseosos y de plasma, grandes y pequeños, esféricos o con forma de patata, como los cometas. Los hay gigantes como Júpiter y enanos como Plutón; tan pequeños y lejanos que no vemos la luz que reflejan, ni escuchamos sus latidos de metal. Los hay microscópicos, como el virus del Covid, al que no vemos, pero sentimos. Algunos son astros, otros lo aparentan sin serlo y otros se arriman al Sol que más calienta. Hay quienes prefieren girar sobre su propio eje, aunque eso les convierta en malditos. Otros no tienen capacidad más que para ser satélites y reflejar la luz de alguna estrella.
Chocamos, nos unimos en largos abrazos y nos fusionamos temporal o definitivamente (a eso le llaman matrimonio). A veces, en cambio, el contacto dura un instante que apenas roza la piel, el tiempo se detiene, después el recuerdo se magnifica y exageramos lo que no pasó de anécdota (a eso se le llama fantasía). En otros casos hubo encontronazos, sí, intencionados, sí, pero construimos un relato épico que nos hace sentirnos héroes cuando en realidad fuimos víctimas (a eso se le llama autoengaño).
La pregunta es evidente: ¿Somos dueños de nuestro destino o nos gobierna el azar?
La verdad es que a estas alturas ya no tengo ni idea. “Lo que siembres recogerás”. Esta frase estaba escrita con grandes letras a la entrada de mi escuela, crecí leyéndola. Parece tan lógico como justo, pero con los años ya no lo tengo claro. La gente normal siembra, riega, abona, poda y arranca las malas hierbas de su vida, pero luego llega el pedrisco y el seguro no cubre las pérdidas y el tiempo y el esfuerzo no dan fruto alguno. La sensación de fracaso se acumula temporada tras temporada. Al nacer, a unos pocos les tocan las tierras fértiles, a otros, la mayoría, les toca sembrar arroz en el desierto. Uno trata de calcular el peor de los escenarios, valora los riesgos de tomar una u otra decisión, trata de prevenirlo todo, de planificar el futuro, pero el destino no atiende a razones.
Creemos que el destino está sujeto a la temperie, pero no es el clima, sino el ácido que corta y convierte en mala la leche, que nos convierte en ganado productivo conducido por la vaca alfa. A eso hay quien le llama “libertad”. Pero esa es la libertad de seguir al cencerro. Para ser libres de verdad necesitamos independencia económica, intelectual y ética, no que los bares llenen las aceras de mesas. Necesitamos leyes que pongan coto a los desmanes de los traficantes de mala leche. Necesitamos justicia de todo tipo, social también.
A lo largo de nuestra vida chocamos, nos golpeamos, nos rozamos, nos fusionamos, nos separamos y todo deja huella. Entre tanto tráfico es difícil encontrar un camino propio. No podemos esperar que nuestro destino lo determinen los grandes planetas, ni las vacas con cencerro, ni que La Vía Láctea se agrie con tanta mala leche. Unos nacen con estrella, otros estrellados. Más que una galaxia somos una infección.