Cuando llegué al trabajo aquel lunes aún no había tenido tiempo de asentar el culo en la silla cuando por el interfono sonó la voz del patrón, "Juan pase por mi despacho". Fui y llamé a la puerta: pase pase, siéntese, siéntese. Tenía el jefe unos cuanto papeles en la mano que iba revisando concienzudamente o, al menos lo hacía ver. Después de un par de minutos de aparentar que ignoraba mi presencia, puso los papeles a un lado y dijo "vamos a ver, Juan. Hace tres años el almacén arrastraba una deuda de varios millones. Su incorporación como jefe ha dado resultado siguiente: el primer año enjugamos el cincuenta por ciento de la deuda y el segundo el cien por cien. Este tercer año nos ha puesto usted en la complicada tesitura de declarar beneficios y pagar impuestos o invertir, así que, como responsable de la situación, qué cree que debemos hacer.
Desde luego invertir, contesté. Y en qué cree que debemos invertir. Pues podría comprar un par de carretillas eléctricas, puesto que utilizamos seis, todas de alquiler que cuestan una millonada al año. O un túnel de plastificado que en cuanto tenemos un pedido algo grande tenemos que recurrir a terceros. O compre usted la nave, que el alquiler también cuesta un pastón al año. O gestione de una vez la licencia de actividad. O sustituya las estanterías dañadas o…. Pare el carro Juan, me decepciona usted. Le digo que hay dinero para invertir y se le ocurre un montón de cosas y ni siquiera se le ha pasado por la cabeza que mi Mercedes ya tiene más de cinco años. Bueno, ya iremos hablando de todo eso. Ya me levantaba de la silla cuando me dijo, espere un momento, me alargó un papel mientras decía ya no le haremos más contratos de un año. ¿Me van a echar? No, le haremos indefinido.
El lunes siguiente, vuelta a lo mismo. Juan, pase por mi despacho. Toc, toc. Pase, pase, siéntese, siéntese. Antes de todo lo felicité por su nuevo Mercedes, despampanante. No respondió nada y me puso delante un papel. Era un e-mail de uno de los tres o cuatro clientes de peso que teníamos, a los que nunca se les podía dar un no por respuesta, en el que nos comunicaba que en el plazo de tres o cuatro días recibiríamos una partida de cien mil libros, más bien libracos de la colección Las Crónicas de Narnia, muy en boga aquellos años. Vendrían plastificados en packs de cinco unidades y habría que plastificarlos de uno en uno, para lo cual nos daban cuarenta y ocho horas de plazo.
Le recordé al patrón que con el túnel de plastificado que teníamos podríamos hacer unas catorce mil unidades. ¿Y el resto?, me preguntó. El resto podríamos probar plastificarlos con el tubo de escape de su nuevo Mercedes, estuve tentado de decirle. Estaba claro que había que buscar un tercero que nos hiciera el trabajo y ganar algo en la operación. Cerca de allí había una empresa llamada Envasados al por mayor S.A., sobre la cual me habían informado que andaba sobrada de instalaciones, pero falta de negocio, así que me acerqué por allí. Llamé al timbre, me abrieron, subí al primer piso y mi primera impresión fue que la información que me habían dado era bastante acertada.
Había un pasillo bastante largo con muchas ventanillas acristaladas que un día pudieron ser oficinas, hoy la mayoría desocupadas, al fin una de aquellas ventanillas se abrió, y apareció un ejecutivo estrafalario al que le expuse el motivo de mi presencia allí. Fuimos después al despacho del director y repetí mi petición. Éste adoptó una sonrisa de suficiencia cuando pregunté si tenían los medios adecuados para hacer el trabajo. Julián, dijo el director a mi acompañante, dele una tarjeta de visitante al señor y acompáñelo a ver nuestras instalaciones. Empiece por el túnel de plastificado, mientras tanto estudiaré cuál es el mejor precio que podemos ofertarle. El precio ya lo tenían más que fijado y, mientras Julián me paseaba por las instalaciones, trataría de indagar qué editorial era la propietaria de los libros para hacer el negocio directamente con ella, ofreciendo un precio mucho más bajo del que hubiesen concertado con nosotros. Pero en los negocios hay muchos considerandos.
Por aquí dijo Julián. Bajamos unas escaleras y desembocamos en el espacio donde se desarrollaba la actividad de la empresa. Lo primero que me vino a la mente ante aquel inmenso espacio salpicado de vez en cuando por algunos grupos de personas que operaban en torno a pantallas y maquinarias, fue algo que leí en un libro sobre África en que el autor afirmaba que hoy los ríos de África son enanos en comparación con la cuencas que excavaron en tiempos pretéritos. Fuimos al túnel de plastificado y quedé sobradamente convencido de que tenían capacidad para cumplir con el trabajo en el tiempo estipulado.
Después le señalé a Julián un grupo de mujeres uniformadas y enguantadas que a unos metros de donde estábamos nosotros efectuaban algún trabajo, cerca de un artefacto considerable y el consiguiente ordenador, pantalla, cinta transportadora etc. Allí fabricamos, codificamos, envasamos y distribuimos la famosa colonia Farolina Morrera. Hombre, dije yo, envasar y distribuir, vale, pero fabricar. Fabricar, tal como le digo, mediante acuerdo con el propietario de la marca. El equipo de producción vale una millonada y el equipo informático, que controla la mezcla de los componentes, vale otra millonada, porque aunque se vende bajo el mismo nombre, la colonia que va a Nueva York no es la misma que va a Marruecos o la que va a la India. Ya entiendo, dije yo. Cada Farolina tiene su Morrera.
Después le sonó el móvil y me dijo el director lo reclama. Con la tarjeta de visitante puede usted pasearse y curiosear tranquilamente por todas nuestras instalaciones, ya vendré a buscarle. Así lo hice. Con lo primero que tropecé fue con otro artefacto, con su elementos de control, su cinta transportadora adosada, etc, etc, que tenía un gran parecido con aquello que desde la carretera de Montcada se veía de la fábrica del cemento Asland, pero en miniatura. Pongo esta comparación porque estoy seguro de que a muchos fontaniegos les suena.
Aquí no había absolutamente nadie porque, al parecer, toda la instalación funcionaba por control remoto. Se abrió una puerta y pensé qué rápido ha vuelto Julián, pero no, era la señora de la limpieza. Le pregunté qué era aquello y para qué servía, y me dijo que aquella máquina fabricaba, envasaba, etiquetaba, etc, etc. las famosas pastillas para la tos marca la Caracola, que la máquina valía una millonada y el programa informático que controlaba la mezcla de los ingredientes valía otra millonada porque aunque se vendían bajo el mismo nombre, las pastillas que iban a América no eran las mismas que iban a África, completé yo. Cómo lo sabe, me preguntó. No tiene importancia.
Lo que más atraía mi curiosidad de todo el conjunto era la musiquilla de la cinta transportadora, que era algo así como nanannanannananna plaf nanannanannanana plaf. El plaf correspondía al momento en que la cajita caía a un embalaje preparado al efecto y que, una vez lleno, el sistema retiraba automáticamente y colocaba inmediatamente otra. Después de escuchar unas cuantas veces el soniquete de la cinta transportadora recordé que de chavales a la Camarita le cantábamos algo que encajaba bien con aquella musiquilla: la Camarita no come asuca porque de noche le entra la cuca. Pero me sobraba el “plaf" y me faltaba el “porque de noche”.
Dándole vueltas al asunto, caí en la cuenta de que en estas cintas transportadoras tan automatizadas si en uno de los eslabones pones un elemento ajeno al sistema, éste lo rechaza de alguna manera. Así que sustituí una de las cajitas de pastillas la Caracola por una alcucilla vieja que andaba por allí y ¡Eureka! en el momento del plaf salió un brazo que expulsó al intruso produciendo un ruido que reproducía de forma bastante aproximada el “porque de noche”. Así que quitando caja y poniendo alcuza conseguí que la cinta transportadora reprodujera un recuerdo de nuestra infancia: "la Camarita no come asuca porque de noche le entra la cuca, La Camarita no come asuca porque de noche le entra la cuca".
Pero, claro, el sistema tenía unos límites marcados y en cuanto detectó la presencia continuada de varios intrusos, la cinta transportadora se paró en seco, empezaron a sonar pitos y encenderse luces. Yo hice mutis por donde se había ido la mujer de la limpieza. No tardé en encontrarme con Julián, que parecía algo sofocado. Le pregunté si pasaba algo y me dijo, nada importante, un fallejo en el sistema informático de las pastillas para la tos. Ya está solucionado. Fuimos al despacho del director que ya tenía la oferta preparada. Di mi conformidad y a partir de ahí las cosas transcurrieron bastante bien. Nosotros hicimos un buen negocio y ellos parece que también.