La tarde me invitaba, me decía que ya era tiempo de entrar en mí misma después de un tiempo hacia afuera, desasosegado, intentando estar ajena a bulos y estupideces productos de la rabia mal administrada y el mal orgullo. No se puede vivir así, obviando la verdadera vida. Así que salí al campo como hacía tiempo no lo hacía, sola, por caminos y veredas poco transitadas como la hierba virgen me indicaba. Sonado en mi cabeza la última canción de Silvia Pérez Cruz:
”Como la flor
hay que romperse
salir y brotar”.

El cielo algodón de azúcar y añil esperaba pacientemente un objetivo capaz de captar su belleza infantil, objetivo que no era el mío con mi torpe cámara. El silencio que me envolvía solo era interrumpido por el canto de los pájaros ajenos a mi caminar silencioso. Poco a poco fui sintiendo la alegría espontánea que nace en mí cuando camino sola en silencio, con el viento en la cara y el horizonte abierto. Como un zahorí que buscase agua, así fui buscando y encontrando belleza en la tierra del camino. Caminar, andar sin más propósito que el de hacerlo.

Las flores lucían soberbios colores, desde el mágico morado al delicado violeta, blanco, azul, sobre los que reinaba el amarillo ordenando el paisaje, triunfando, esperando la paleta de un Van Gogh que, en su locura, quisiera atrapar la belleza de una primavera exultante, lejos de sus girasoles que lo esperaban sin saberlo, superando una curva que dejaba atrás olivos apenas con memoria.

Quise caminar como antaño, con los ojos cerrados mirando en mi interior, venciendo mis miedos, solo pude dar catorce pasos, lejos de los veinticinco y treinta que fácilmente conseguía dar hace tiempo cuando permanecía en mi interior sin que los demás supieran dónde andaba. Tengo que entrenarme, pensé mientras sonreía mirando el trigo maduro mecido por el viento, trayendo escenas bíblicas de lejanas películas y lecturas.

De repente, a lo lejos aparece la silueta de una casa junto a lo que parece un edifico que bien podía ser un granero o una cuadra, la distancia solo permite especular, que me atrapa, ya no puedo dejar de ir hacía él. El camino es largo, pero no lo suficiente como para impedirme llegar por un camino solitario y a ratos sinuoso. Al llegar, compruebo conmovida lo ya adivinado, la desolación alrededor de la casa donde antaño vivían, soñaban, trabajaban, padecían, eran felices y desgraciados hombres y mujeres que dejaron sin saberlo un no sé qué de nostalgia y ternura que ahora siento y no puedo expresar sino con el sentimiento que invade mi pecho. Estas casas y cortijos abandonados en mitad del campo, en ruinas, transmiten un recuerdo de momentos no vividos que hacen que comulgues en un extraño vivir hacia tras, con las personas que allí vivieron.

Sigo mi camino de vuelta, poco a poco me voy acercando a Fuentes hasta divisar a lo lejos la torre de la iglesia, guía en mis momentos de dudas de hacía donde dirigirme. Despacio, muy despacio, contemplo el pueblo cada vez más cerca. Antes de llegar me paro ante el pozo que fue una vez necesario para el ganado y ahora abandonado, triste y solitario soñando el balido, el rebuznar, el sonido de las pisadas humanas o el chirriar de los carros. Todo eso quedó atrás. Solo estas piedras guardan un pasado que a nadie interesa. Vuelvo a las calles, salgo fuera de mí, segura, recitando en silencio el poema de mí admirado San Juan de la Cruz.