Me escribe mi amigo Adul desde Bafatá (Guinea Bissau) para decirme que está agradecido. Pienso que yo tendría que disculparme si le he transmitido la impresión de blanca generosa, cuando tendría que ser yo la que pide disculpas por la vida que tengo, en la que consumo más de lo necesario, donde lo consumido, de alguna manera, está siendo robado por mi occidentalidad.

Pienso estos días de feria y derroche en el paisaje guineano, en su belleza y en la gente que te acoge, te brinda su amistad y te atrapa. En Guinea, en África, el tiempo se mide de forma distinta. Al principio cuesta darte cuenta. Una vez asimilado eso, una vez mimetizada con el espacio-tiempo, te das cuenta de que empiezas a comprender un poco el mundo en el que estás. Un mundo con seres humanos con sus sueños, sus afanes, sus afectos, sus proyectos de vida que las más de las veces quedan truncados en medio de la pobreza y la corrupción heredada de la colonización, que aún está presente en la estructura social y política del país.

Recuerdo un día, rodeada de árboles, y huertos, donde las mujeres trabajan -aquí como en todas partes las mujeres son el sostén de la vida- cerca del río Geba que se pasea majestuosamente al lado de la ciudad ofreciendo sus aguas para crear vida, seguía el vuelo de un pájaro que iba haciendo círculos alrededor del río.

No sé por qué ese pájaro se quedó en mi recuerdo. Me quería decir algo, tal vez me conocía de otros tiempos de otras vidas. Él nada sabía de colonialismo y fronteras, era libre y bello, igual que los niños y niñas que se bañaban en el río alegremente ajenos a los muros que un día les impedirían tener una vida, un sueño, un proyecto. El pájaro tal vez siga volando, las niñas y niños de Bafatá tal vez, no lo quiero saber, no lo queremos saber, se bañen bajo las aguas del océano para siempre.