A la hora convenida, un pequeño avión despegó del aeropuerto de Nuadibú, en el norte de Mauritania. Casi todos los viajeros éramos periodistas que habíamos cubierto la salida de piraguas llenas de emigrantes hacia Canarias. Más que una aeronave, aquel artefacto parecía una lata de sardinas sin escabeche. Justo delante de mí, se sentó un despistado camionero canario que me confesó que había entrado en el país sin pasaporte, lo que le obligó a soltarle unas uguiyas en ajados billetes a un policía. Habíamos llegado de noche, así que cuando el avión se elevó y giró poniendo rumbo al norte, vimos en qué lugar habíamos estado. El Cabo Blanco nos pareció el fin del mundo, un lugar al que nadie habría ido jamás de no ser por trabajo. Tiempo más tarde, ya en el aire y con un ruido insoportable, el camionero giró la cabeza hacia atrás y señalando hacia abajo, gritó: ¡Dajla!
Estábamos sobrevolando la costa del Sahara Occidental. Cuando España ocupaba ese territorio, esa ciudad se llamaba Villa Cisneros. Recordé entonces lo que mi padre me contaba de la guerra de Ifni, en la que participó. Río de Oro era tal cual. La carretera que se adentra hasta el puerto, en el centro de la bahía, las casas ordenadas en cuadrícula, el aeropuerto… Todo construido en un cabo en el que lo único verde que se acierta a distinguir hoy es un par de campos de fútbol, supongo que de césped artificial. No había árboles en la época de mi padre, hoy tampoco. La gigantesca nube de polvo que se había levantado parecía una plaga bíblica.
A diez mil metros de altura, mirando hacia oriente, se veía el Sahara sin fin hasta el horizonte, hasta el Mar Rojo, la nube de polvo lo envolvía todo. Pensé que a nada que el viento soplase en dirección norte, la calima anaranjada cubriría toda la península. Las fronteras no sirven para nada, no pueden detener nada. No contienen la egoísta ambición humana, ni el hambre, ni la guerra, ni la desesperación de los que no tienen nada y sólo quieren prosperar. No detienen virus ni bacterias, ni siquiera la arena de las dunas. El desierto se puso en pie y parecía querer conquistar los campos de Andalucía grano a grano.
Cada vez hace más calor y llueve menos, aunque los ultras no lo vean. Lo que sí ven es la “invasión” de los delincuentes (perdón, inmigrantes). Yo sé que los delincuentes, los de verdad, viajan en jet privado, no en patera. Los malos augurios progres se espantan como Dios manda, con pulseritas rojigualdas de tela y rezos a la Virgen del Rocío, aunque ya no se pueda vadear el río Guadiamar.
Dice el gobierno superficial de Andalucía que hay agua de sobra para contentar a los pobres agricultores, esos que, igual que los gases, tienden a ocupar el mayor espacio posible. Se necesitan tubos por un tubo, construir pantanos a ritmo franquista y traer el agua que no hay en ningún sitio. Con sacar el paraguas y los santos a la calle todo solucionado, lloverá a cántaros. Ya puestos, volvámonos locos del todo, plantemos bosques de mangos en la Axarquía y campos de golf en Tabernas, pongamos una piscina en cada azotea, sustituyamos árboles por geranios de plástico. Desequemos Doñana del todo, así los perroflautas de los ecologistas no darán el coñazo con que hay que preservar ecosistemas, muerto el perro… ¡La de apartamentos en primera línea que se podrían edificar en treinta kilómetros de playa virgen!
Como todo es mentira, que no pare la fiesta, hay que capar al cochino y cebarlo hasta que reviente de gordo. No pasa nada, alegría, alegría; a medida que la península se vaya convirtiendo en el desierto de Iberia, todo se trasladará más al norte. Los cultivos, los turistas, los especuladores, los narcotraficantes, los banqueros y hasta los políticos fachas, esos de mucho Dios y mucha España, irán abandonando una tierra cada vez más inhóspita. Espero no tener que saltar nunca una valla en los Pirineos para sobrevivir.
Antes de que nos convirtamos en estatuas de sal, antes de que una nube de polvo sahariano convierta a Cádiz en Nuadibú, Málaga en Dajla, Sevilla en Tamanrasset y Granada en Tombuctú. Antes de que las lomas de Carmona sean dunas. Antes de que la estupidez le gane la partida al sentido común, los peatones deberíamos pensar no en el mundo que les legaremos a nuestros hijos, sino en el clima que ya soportamos.
Mi padre, que nunca comprendió por qué dedicó tres años de su vida a defender un trozo de desierto en nombre de la patria, no daría crédito a lo que está pasando.