Con la llegada del verano vuelvo a los clásicos y, entre ellos son los griegos, entre otros, los que me acompañan durante las interminables siestas. Me adentro por enésima vez en la Historia de Heródoto, vibro con Antígona de Sófocles, mi personaje preferido de todas las tragedias griegas. Una vez más me acerco a la Ilíada, pero dejo en esta ocasión la colera del guerrero para verlo con ojos de Tetis, la diosa madre de Aquiles, la que quiso salvar a su hijo de la muerte segura en Troya -Tetis, como diosa, sabía que si Aquiles participaba en la guerra de Troya encontraría la muerte en la misma- ocultándolo entre mujeres jóvenes en la corte del rey de Esciro. Inútil empeño, Aquiles prefiere morir joven y alcanzar la gloría antes que vivir como inmortal pero oculto e ignorado.
Al igual que Jesús aún niño, cuando su madre le reprocha que se quedara en el templo predicando sin avisar, le responde a esta: “Tengo que ocuparme de las cosas de mi padre”, Aquiles le dice a su madre que debe acudir a Troya a sabiendas que allí morirá. Tanto María como Tetis no pueden hacer nada para proteger a sus hijos, porque estos son seres libres que deciden por sí mismos, a pesar del dolor que esta libertad pueda causar.
Las madres nos sentimos muchas veces María o Tetis, en el afán de guardar a nuestras hijas e hijos del sufrimiento, del dolor y del peligro, sin darnos cuenta de que a veces es a nosotras mismas a quienes queremos salvaguardar. Aquiles, Jesús saben lo que tienen que hacer, aunque sus madres no lo entiendan. Ellas, nosotras, les damos amor, cobijo, deseamos que tengan una vida fácil donde las preocupaciones sean livianas, nos va en ello la tranquilidad de la misión bien hecha, el no sentir culpabilidad por la vida precaria, peligrosa, tal vez, de nuestro Aquiles, nuestro Jesús.
El camino de la aceptación de la libertad del hijo, de la hija, es duro pero luminoso al final. Tetis llora ante Aquiles muerto, María a los pies de la cruz, ambas saben desde el destino de sus hijos, ellos eligieron no el gineceo, uno, ni el taller carpintero el otro, sino ser inmortales de alguna manera. Homero cantó al aqueo en versos eternos, el nacido en Nazaret vive cada día en la liturgia cristiana.
Nosotras, las madres, durante un tiempo aspiramos a tener en el gineceo a nuestras hijas mientras maduran -igual que Aquiles, que obedece a su madre ocultándose para no acudir a Troya, hasta que decide por él mismo- y obedecen nuestros deseos, pero una vez que comprendemos que son seres libres e irrepetibles, dueñas de sus vidas que deciden por ellas mismas, no nos queda otra opción que acompañarlas desde lejos en su periplo vital.