Un día cualquiera entró por la Puerta del Monte un viento con fuerza de huracán que recorrió las principales calles de Fuentes arrancando de cuajo a familias enteras. Gran parte de las raíces, quebradas y sangrantes, quedaron sobre la tierra expuestas al sol y a la lluvia, al calor y al frío. Fueron rodando los fontaniegos, adultos, niños y viejos, con todas sus pertenencias a cuestas rumbo a lo desconocido. Aquel viento llamado emigración tomó dirección norte dejando atrás familias rotas, casas cerradas, silencio y desazón.
Después, el mismo viento que soplaba del sur los depositó lejos, aquí y allá, hasta formar barrios de aluvión, en unos sitios ciudades de extrarradio, en otros, polígonos de fábricas y talleres. Con el tiempo, la vida de aquellos fontaniegos salidos de la calle el Bolo, el barrio la Rana o la calle Nueva por la fuerza del viento emigración echó raíces un poco por todas partes, preferentemente en una ciudad llamada Barcelona que los acogió con los brazos abiertos, les dio estabilidad laboral, un salario fijo, seguridad social y hasta horas extras con las que hipotecarse para no seguir pagando alquileres.
Las fábricas y talleres de Barcelona eran la brújula que guiaba los pasos de los fontaniegos en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Las trompetas de Jericó anunciaban la apertura de Barcelona por las puertas de la estación de Francia. Las fincas de Fuentes habían empezado a poblarse de cosechadoras capaces de hacer en una hora el trabajo de una cuadrilla en la peoná completa. Llegaba una nueva e imparable era marcada por el éxodo a las ciudades. Los campos ya no eran buenos ni para los jornaleros ni para los mulos. Nada ni nadie iba a detener las máquinas, como bien sabían desde principios del siglo XIX los artesanos ingleses que crearon el movimiento contra la mecanización conocido como ludismo.
Nadie sabe qué fue más fuerte, si el tirón del imán de Barcelona o la fuerza centrífuga que empujaba a salir de los tajos mal pagados, ayunos de estabilidad, tan magros en derechos como ricos en abusos. Lo cierto es que el tirón de los buenos salarios, por un lado, y el empuje de las malas condiciones de trabajo del campo, por otro, crearon la tormenta perfecta para que se extendiera como la pólvora por todos los pueblos andaluces la consigna “vámonos pa Barcelona”. A esa consigna respondió Fuentes con un ímpetu rayano en la demencia. Como si el viento de la emigración tuviera la capacidad de enajenar a los trabajadores.
La mano de obra fluye en el territorio como el agua por los torrentes, dicen quienes saben de la cuestión. Y que va allá donde se la llama, cuando se la llama y para lo que se la llama. La mano de obra fluyó entonces de sur a norte, lo mismo que ahora lo hace de África a Europa. O de América a Europa. Como un torrente fluyeron los fontaniegos a las fábricas, talleres y comercios del norte. Fuentes no te necesita, Barcelona sí. Ésa era el argumento más repetido, como una letanía sin discusión posible, en los mostradores de las tabernas medio vacías y en los tajos menguantes. La madre madrastra expulsaba del hogar a sus mejores hijos a manos llenas y sin contemplaciones. Los acogía una Barcelona dura al principio -los inicios son siempre difíciles- pero confortable con el paso del tiempo.
¿La pobreza y la emigración son las dos caras de la misma moneda? Sí y no. Emigran los pobres, pero no los más pobres. Por eso la emigración fontaniega cogió el máximo auge una vez superado el periodo de mayores penurias, que tuvo lugar después de la guerra, entre los años 40 y 50. Una constante de todas las migraciones es que necesita un cierto grado de desarrollo para que se generalice. Sólo explota la emigración cuando un territorio es capaz de generar mejoras económicas, aunque insuficientes para satisfacer las expectativas de su gente más inquieta. No es el hambre lo que expulsa masivamente a los trabajadores, sino la frustración de quienes se saben capaces de mejorar sus condiciones de vida, pero su tierra no les ofrece ninguna esperanza para conseguirlo.
Lo que quiere el obrero fontaniego de los años sesenta y setenta no es tanto dejar atrás el hambre, como acceder a la estabilidad en el empleo, a la nómina de final de cada mes, a as pagas extras, al respeto, a un trato digno y respetuoso, al progreso, a un futuro mejor para sus hijos. Hubo muchos que, teniendo un empleo en Fuentes que les hubiese permitido vivir, optaron por marcharse a Barcelona. La razón era que en un platillo de la balanza estaban el pasado y el presente -sombríos, grises, infravalorados, inseguros- y en el otro platillo, el futuro, la esperanza. Lo mismo que atrae ahora a los africanos, sedientos sobre todo de anhelos realizables, no sólo por un plato con el que matar el hambre. Las utopías de hoy serán las realidades de mañana, dejó escrito Víctor Hugo en Los Miserables.
Luego, cuando los emigrantes llegaban de Barcelona para la feria les reprochaban se venían hablando “finolis”. Aquí les esperaba Manolo el Ratón, rápido como el rayo, capaz de hacerle a un “catalán” una vivienda en menos que canta un gallo con los dinerillos ahorrados en Tarrasa, Badalona o Santa Coloma. Los que no pudieron o no quisieron emigrar andaban con la austeridad a cuestas, la segunda forma que tenía el fontaniego de enfrentarse a las penurias del trabajo en el campo. La tercera forma era adoptar la costumbre del caracol, todo el año con la casa a cuestas entre las vendimias, las fresas, los melocotones, las aceitunas y la temporada de hoteles en la costa.
El huracán que en los años sesenta y setenta esparció por ahí a medio Fuentes con las raíces a cuestas -aunque algunos raigones quedaron atrás- los devolvía todos los años para la feria, si bien con el barniz andaluz cada vez más desvaído, hablando finolis y con hijos y hasta nietos nacidos en la diáspora. Aquel emigrante se pasa la vida soñando con el retorno y, cuando ya viejo comprende que no va a ser posible, recrea cada día su infancia recordando cómo la madre, antes de la llegada de aquel huracán, le pasaba el peine de despiojar en un rincón del patio de su casa en la Puerta del Monte.