Quedó atrás la Semana Santa, los pasos quedaron encerrados en sus capillas e iglesias con la tristeza obligada de hermanos y hermanas que, unos más otros menos, mostraron su desilusión: “Es un año trabajando para este día donde por fin salimos a lucir el manto nuevo, los candelabros, la restauración del Cristo”. El tiempo atmosférico es libre y como tal, llueve cuando toca sin tener en cuenta que estamos en la primera luna llena de primavera. Hay consuelo, la sequía ya casi no lo es. Pronto se llenarán las piscinas y a vivir, que son tres días y uno de ellos llueve.
Sí, me gusta la Semana Santa, aquella que sigue en mi memoria, el olor a torrijas en la cocina de mi madre, acompañar a mi abuela a la esquina de la casa de la bisabuela para despedir al vecino, el Señor de la Humildad, subir a la azotea de mi tío para ver entrar la Veracruz. Luego, conforme fui creciendo, buscaba el rincón donde el paso, cualquier paso, adquiría belleza en su caminar difícil por la estrechez de la calle o su iluminación reflejada en las fachadas. Todo aquello se me antojaba viajar a otros tiempos, era mi Jerusalén íntima y extrañamente cercana. Todo era parte de una cultura, relaciones entre los miembros de la comunidad. Digo era porque desde hace unos años la Semana Santa se ha convertido en una fiesta mercantil y de postureo, de la que yo también participo, en una sociedad ávida de protagonismo y, lo que es peor, adoctrinando a las niñas y niños.
El domingo anterior al de Ramos vimos en nuestro pueblo la Semana Santa infantil. Al parecer, es ya “tradición de unos años” en muchos pueblos y ciudades. En ellas, niñas de mantillas rigurosamente de negro, niños de costaleros, cada cual según su puesto designado -no vaya a ser que nos equivoquemos de rol- banda de música y autoridades presentes. Nada que ver con las procesiones que se hacían con pasos fabricados con cajas de cartón o madera, donde la Virgen podía ser una muñeca o una estampa, un juego, un aprendizaje sin adultos que lo guiaran.
En la semana previa a la Santa, en los colegios públicos de un país laico, o sea el nuestro, se organizan procesiones con igual profusión de niñas en mantillas, niños costaleros y todo lo que supone una procesión de penitencia. Sin embargo, en Andalucía según datos de USTEA, uno de cada tres alumnos no cursa religión. La CODAPA, la confederación que agrupa a las federaciones de asociaciones de madres y padres de alumnado (AMPA) de Andalucía ha expuesto que solo el 49,7% cursa religión, menos de la mitad del alumnado de la educación pública primaria en España.
¿Cómo se puede interpretar esto? ¿falta de respeto a la diversidad religiosa y cultural? ¿adoctrinamiento? ¿dejarse llevar por “la moda” sin cuestionamiento alguno? ¿tal vez, simplemente que es lo que toca y no se puede uno quedar atrás, ir contracorriente? ¿Acaso los más jóvenes tienen que buscar su ser identitario debajo de un paso? No tengo respuesta para estas preguntas, tal vez ninguna tenga respuesta, una respuesta plena, que explique lo que está ocurriendo, quizás todas son parte de la respuesta. Cuando una sociedad cada vez más diversa trata de demostrar que un grupo, aunque sea el más numeroso, es el dueño de la calle y tiene en sí la fórmula para pertenecer al cuerpo social, sentirse identificado con él, pone en peligro esa misma diversidad que en nuestro tiempo es el futuro.
Vivimos tiempos de locura. En la misma tierra donde supuestamente se crucificó al Cristo que vemos en nuestras calles, crucifican ahora mismo a inocentes como Jesús. Lo hacen con hambre, bombas y miedos, mientras miramos para otro lado. Preferimos salvar a Barrabás o negar tres veces antes de que el cante el gallo que sabemos del mal, no vaya a ser que nos condenen al ostracismo y no podamos lucir el nuevo traje de primavera. ¡Eso no, por Dios!