Cuando llega la catástrofe, cuando se acaba el oxígeno, cuando el futuro se tambalea entre las sombras, uno cree que todo el mundo debería sentirlo también, que la Tierra debería estremecerse. Pero al mundo y sus mosquitos le da lo mismo. Nosotros, polvo adherido a su corteza, pero henchidos de euforia existencial, con la despreocupación del ignorante, nos creemos sus propietarios, no sus huéspedes. Coleccionamos conquistas, medallas al amor propio, diplomas oficiales, éxitos merecidos, inmerecidos y hasta robados, como si fuésemos importantes, como si al planeta le importásemos.

Hemos convertido la vida en una carrera en la que estamos obligados a participar. Corremos, caminamos o nos arrastramos tratando de no perder la dignidad. Los “superdotados” son los primeros en quebrarse. Ganar es difícil porque no hay árbitros ni jueces de línea, ningún tipo con sombrerito levanta una bandera roja, no hay meta. Corremos solos en una playa desierta, sin público coreando nuestro nombre. Solos, siempre estamos solos y en ese estado de intimidad, locuaz y vehemente, nacen pensamientos íntimos, obligatoriamente secretos. En el soliloquio crecen utopías que se desbordan y no tardan en convertirse en absurdas quimeras. Pero sabemos que sin sueños muere la esperanza y sin esperanza muere la vida.

Los lunes, los centenares de lunes, los miles de lunes se repiten idénticos, crueles no porque certifiquen que se acabaron las vacaciones semanales, sino porque hacen patente la cadencia monótona del calendario. Vivimos de lunes a viernes, de sábado a domingo, de la navidad al verano con la Semana Santa en medio, en una repetición inalterable. Sólo el espejo, cada vez más arrugado, nos recuerda que los recuerdos queman. Existir mata, a algunos los mata la muerte, a otros la vida.

Los no filósofos no nos hacemos planteamientos existenciales a menudo, nos suele dar lo mismo el eco del Big bang, el universo no nos cabe en la cabeza. La mayoría sobrevivimos contra todo pronóstico aferrados a la vida, que pese a ser un asco, siempre se acaba muy pronto. Supongo que preferimos esto a la ausencia, a la nada, tal vez por eso nos gustan los amaneceres. Luchamos hasta el ridículo aun teniendo la certeza de que el fracaso está garantizado. Perder es lo que mejor se nos da. Insistimos en partirnos la cabeza contra un muro, no por quijotismo, sino porque no soportamos mirar nuestro reflejo, reprochándonos que perdemos por no haberlo intentado.

Me sobrecogen las lágrimas que humedecen de sal las ruinas humeantes y siento rabia y asco por los que justifican el horror con palabras sordas. Veo impotente las vidas destrozadas sobre las aceras. Oigo los gritos de dolor de las víctimas de la natura dopada con calor de invernadero e ignorada por los zampabollos de siempre. Me enfado ante la incompetencia frívola y mentirosa de necios con mando en plaza, ganado tras sacar conejos de chisteras en el teatro de variedades del foro público. Ahora la verdad es una prostituta pagada con una moneda de dos caras con instintos primarios. Más que nunca, triunfan los maquillajes, las caretas y los caretos.

La bandera del egoísmo consciente, culpable de la ceguera, defiende que toda felonía tiene su recompensa y toda buena acción, su justo castigo. El poder, el de siempre, decidió que somos pueriles y si no lo somos, debemos serlo. Lo están consiguiendo, esta sociedad está tomando como referente a Peter Pan, ser adulto es ser un “pureta”, la solidaridad, es “buenismo”, ser empático es de “pijoprogres”. Jugando con las habichuelas, el mercado continuo apela a los sueños de grandeza, consolidando así el timo definitivo. Tumbados en el sofá sentimos que dominamos el planeta con el mando a distancia, sin sabernos esclavos, aplaudiendo las estupideces de lobos con piel de cabra. Huérfanos de ética, vivimos en la nueva religión de la ambición material, que es tan ruin como la antigua. Ahora le llamamos sin sonrojo, libertad al “hijoputismo” consecuencia de la indigencia intelectual y espiritual.

Ya sólo sabemos manejarnos de dos formas, o somos individualistas, células ególatras inconexas, o somos la masa irreflexiva, ganado lanar que va a la peluquería, ambas son autodestructivas. Sí, ya sé que los ecos siempre le han ganado a las voces, pero creí en mi optimismo enfermizo que el futuro sería más inteligente y menos terrorífico. Creí que de las cenizas del siglo XX surgiría un espíritu renacentista, con el ser humano en el centro de todo. Creí, estúpido de mí, que habíamos aprendido la lección. Pero en el centro sigue estando, como siempre el dinero, el poder, igual que en todos los siglos anteriores. Pienso que el homo neanderthalensis tenía mucho más de humano que nosotros.

Aunque de vez en cuando, recobro la esperanza deslumbrado ante la solidaridad de la gente corriente. De vez en cuando, el ser humano peatón, despierta y le da una lección a este vergonzoso y putrefacto mundo. Entonces imagino una luz al otro lado del túnel, aunque igual estoy exagerando.