A veces deseo que mis pensamientos salgan a la calle a jugar un rato... a la calle, al patio, al corral, al ruedo. A la calle de la infancia, al patio del colegio, al corral de la vieja casa, al ruedo de los mil juegos… y que la cabeza quede y repose tranquila, en silencio, esperando su regreso. A veces merodeo por el rincón de los proyectos, los de vida, tan inútiles, tan añejos y aún tan frescos, por ese lugar donde el pensamiento nunca envejece y las emociones rotas por la nostalgia no se cosen con hilo y aguja, sino con abrazos y besos. A veces, cansado, cierro los ojos y me abruman los recuerdos.
Cada vez más a menudo paseo por la calle que en aquellos atardeceres se anegaba de un inconfundible olor a yerba recién cortada y a estiércol, y que, vagamente se fueron, ya no ventean, se esfumaron como el agua entre los dedos. Perdido por los escondrijos de la calle Mediomanto, me seduce detenerme ante alguna de esas rarezas y curiosidades que desde niño me atrajeron. Esas viejas puertas me producen un arrebato irresistible. Vetustas puertas de casas deshabitadas que acumulan secretos de tantos años y tanta magia. Siluetas desvencijadas y decrépitas exhalando siempre un silencio solemne, grave y mustio en la fachada desnuda de alguna calle empedrada de un pueblo cualquiera, de una calle, ya sin el chillerío, verdosa y solitaria.
Siento la tentación de llamar con mucho sigilo y escuchar cómo retumba el aldabón en la soledad del interior... Y oír el eco que se pierde casa abajo entre paredes desconchadas y abandonadas en las que imagino descolgado un almanaque carcomido frente a las agujas amortajadas de un polvoriento reloj. Al lado, la mesita de formica erizada, a duras penas sosteniendo las aspas impertérritas de lo que fue un ventilador. Y de pronto, en mis recuerdos, el silencio se convierte en voces que aguardan no sé qué.
Escucho voces exasperadas, roncas, voces agrias por la desesperanza; dulces voces de nanas y canciones, voces limpias, infantiles sones; gritos entrecortados de silencios y de risas, de sonoras y alegres carcajadas. Puedo oír los suspiros y los llantos, las riñas, las voces y los susurros de una reconciliación deseada, las palabras de amor que se entregaron y quedaron grabadas en la almohada. El crepitar de la lumbre en la copa de cisco mientras se soplaba; el sonido interrumpido de una radio que no calla; el tic tac y el timbre agudo y chirriante de un triste despertador; el lamento y el quejido del viento batiendo en los huecos y ventanucos del soberao en las noches oscuras y ateridas de los inviernos lluviosos e interminables. ¡Cuántos sueños imagino asomados en el quicio de la casapuerta, hoyando el zardiné en el umbral de la calle!
Me acerco aún más, casi la rozo con mi cara, y a través de sus listones cuarteados y agrietados me llegan sus fragancias; el olor a humo de la candela, los aromas del café de cebada de las tardes y de las mañanas… de la maceta recién regada; la esencia de la frescura del barro de los porrones y las tinajas; el vaho inconfundible a pan tostado; el fresco aroma veraniego del jazmín que tapizaba el arco del hermoso pozo de agua salobre y que, desde el patio, limpiaba y extendía su perfume por toda la casa. Olores a puchero cociéndose entre las brasas. Aroma a mandarinas y a naranjas amargas, y aquel olor intenso a manzana que exhalaba la ropa blanca guardada en los cajones de la alcoba como si fueran las más preciadas alhajas, para mantener intactas unas falsas esperanzas… para cuando llegara el día de casarla.
¡Cuántos sueños supongo que se asomaron al postigo de la calle! Ilusiones y proyectos albergados bajo su techo y que ahora, huecas como cáscaras vacías, oprimen sus estancias. Esas viejas puertas siempre me atrajeron. Puertas cerradas de casas deshabitadas, resistiendo el paso inclemente de los días y de las noches, con su madera raída por las lluvias y maltratadas. Azotadas por vientos que se revuelven y hacen vibrar lúgubremente un postigo al que ya nadie se asoma... Humedades, claroscuros de madera apolillada. Con la verdina invadiendo sus entrañas, enturbiando la blancura de la cal donde se enmarca, con su tinte persistente, desluciendo su pureza inmaculada.
¡Cuántas huellas pisaron el umbral a lo largo de la vida de la casa! Esa curva del zardiné tan sinuosa y desgastada con la pesada carga de los años. Pasos lentos, pasos ágiles, vacilantes pasos infantiles, equilibrios tempranos, y el cansino caminar que arrastran unos pies torpes y devastados, que, ya ciegos y aciagos, conocen cada losa, cada peldaño, cada fallo, como las rayas de las palmas de sus manos. En su cerradura, corroída por la herrumbre del tiempo, ya no suena el chasquido metálico de la llave. Aquella llave de finos detalles, grande como si, tras su tamaño y ruido, quisiera guardar con severidad los secretos de una obra de arte.
Espacios que conservan, como los frascos de las alacenas, sombras, ancestros, silencios, anhelos, sueños, pensamientos… hoy recubiertos con la pátina grisácea del polvo y del olvido que nos impone el tiempo. Ahí está esa vieja y hermosa puerta a cal y canto cerrada, como testigo mudo del ocaso de la vida vecinal, de nuestras singulares y evocadoras casas de pueblo… ya algunas sin alma, sin vida, sin destino, sin futuro… convertidas en presas de la impaciente ruina, en cuerpos ya temblorosos de escombros olvidados… Ahí está la vieja puerta de la casa, mirándonos triste a la cara, marcándonos la línea divisoria, la de puertas adentro y la de puertas afuera, mostrándonos los dos anversos de la moneda, presente y pasado… la vida loca que hoy vivimos y la vida humilde que hoy no puedo dejar de imaginar… de otros tiempos y al otro, al otro lado.