Hoy debería estar haciendo las maletas para abandonar Bafatá y su Radio Mulher. Solo que no me apetece. No es una sensación nueva, hace dos semanas recibí por primera vez un correo de Tap Portugal –aerolínea portuguesa- recordando que el 29 de octubre debía volver a España. La idea se me antojó tan aterradora que, como solemos hacer los humanos, decidí prolongar el enfrentamiento con mis miedos 14 días más. Pensaba que dos semanas serían suficientes, pero al recibir hoy un nuevo correo de Tap Portugal he decidido dejarme llevar por la cobardía natural del individuo y esperar. La decisión de alterar la fecha del billete no puede prolongarse demasiado, pero al menos voy a conceder al día de hoy la oportunidad de desarrollarse. A ver qué pasa.
En estos 57 días he asistido a todo un espectáculo de emociones, extremas y variopintas, como si de un drama de Shakespeare se tratara. De algunas han sido testigo los lectores de este diario, mientras para llegar a la naturaleza de otras no se ha inventado aún vocabulario. El equipaje que descansa en el dormitorio de la radio exige para abrirse una llave llamada deseo de partir. Y no consigo encontrarla. Así que me desperezo, tomo la cámara, y con mi compañera de tela al hombro salgo a descaminar Bafatá para reencontrarme con la incertidumbre preliminar de una joven recién salida de la caverna; también para dejar por escrito dónde, por qué y quiénes ayudaron a transformar mis miedos iniciales en felicidad plena; y para desgranar cómo es posible que en una aventura efímera, casual, pueda encontrar alguien el agotado billete con destino a un futuro de autosatisfacción personal.
Como todo lo que ocurre en este país de tanta abundancia en recursos como pobreza económica, el drama ensombrece la alegría de su gente. Tidjani, Aissatu y yo partimos en busca de oír y contar una historia de injusticia y maltrato infantil para Radio Mulher. Alarba es alumna de Tidjani, presentador del programa deportivo de la radio, y hace unos días llegó a clase con la mano totalmente quemada. Su padre la acusó de robar 500 francos -90 céntimos-, tomó unas ramas sueltas, las quemó y puso la mano de Alarba sobre el fuego. Los vecinos que pasaban trataban de detenerlo, pero él amenazaba con hacerles daño si intervenían. Gritaba que la mano debía terminar de quemarse.
Dejamos atrás la carretera principal de Bafatá para adentrarnos en un humilde y rural barrio de calles estrechas rodeadas de huertas. Los vecinos nos miran extrañados mientras avanzamos hasta la casa de la niña. La vivienda cuenta con una entrada a modo de jardín exterior cercada por cañas y troncos de madera. La construcción principal es la casa familiar, con un techo de chapa poco resistente. A su lado hay un espacio sin paredes, cubierto solo por un techo de ramajos, que sirve de terraza, donde permanecen sentados los mayores de la familia junto a Alarba. La madre de Alarba no habla criollo, solo fula, y Aissatu no controla demasiado el idioma, pese a ser de la misma etnia. Es una suerte que Tidjane, de etnia balanta pero crecido en una familia de fulas, haya venido con nosotras. Él hará de traductor.
La madre se sienta y comienza a relatar la terrorífica historia. Tras el crimen, la familia rehusó llamar a las autoridades, tampoco intentaron llevar a la niña al hospital «por miedo a que les hicieran demasiadas preguntas», explica. Fueron los vecinos los que acudieron al jefe de la aldea, y fue éste quien llevó al padre a la Guardia Nacional, que posteriormente trasladarían hasta la policía. Ninguno de los dos cuerpos se preocupó por la víctima del crimen. A medida que pasan, vecinos curiosos van accediendo libremente al corral y van posándose alrededor de la relatora. Todos parecen comprometidos con la causa. Un vecino que ha permanecido silencioso durante la intervención de la madre no aguanta la necesidad de participar cuando hablamos sobre la nula preocupación de la policía con respecto a la salud de la niña.
Según Aissatu, si este caso se conoce es gracias a Tidjane, pero los castigos físicos a los niños se suceden diariamente, especialmente en las aldeas, y todos quedan impunes en la intimidad de los hogares. “Otro castigo común es poner malgueta –un tipo de chile muy picante– en la vagina de las niñas durante la noche”, cuenta la periodista. Mañana comenzaremos a trabajar en un programa especial sobre la violencia ejercida hacia los menores, con el caso de Alarba como tema central. Acudiremos a la Policía para pedir explicaciones sobre cómo es posible que pasaran de largo ante la urgencia sanitaria de la niña, y nos presentaremos ante la Administradora de Bafatá –especie de alcaldesa de la ciudad– en busca de una solución para la familia que con el padre entre rejas carece de sustento económico. En Radio Mulher debe saberse que los periodistas, al igual que hizo el fundador de Periodistas Solidarios, además de hablar, actúan.
Las historias de Guinea Bissau tienen los mismos ingredientes que el carácter de sus habitantes. Son calamitosas, pero también animadas; sosegadas, pero excitantes; a veces agotadoras, pero adictivas. Tan fuerte es la adicción que aún no me siento preparada para ir en busca del avión de regreso a las comodidades europeas. Han pasado ya 57 días desde que al atardecer de una tarde de octubre crucé por primera vez la roja puerta de hierro de Radio Mulher para adentrarme en un sueño en el que agoto las horas con toda la intensidad que mi cuerpo permite.
Hace no muchos años, mi espíritu comenzó a interesarse en abandonar la ensombrecida caverna de la mano de las artes, estirando al máximo el hilo que lo unía a mi inmóvil cuerpo. Dos meses atrás mis pies se entregaron al vuelo de una mente curiosa y hambrienta de vida. Qué ingenua aquella joven que sentada frente al ventanal de árboles vigorosos pensó que vivir en África no cambiaría su futuro. Quizás no imaginaba hasta qué punto este continente regala al periodista su única razón de ser: historias para cambiar el mundo. Tenían razón aquellos que decían que África atrapa. Hoy debería estar haciendo las maletas. Solo que no pienso hacerlas. No todavía.