Como Pamplona, Fuentes tuvo su san Fermín allá por los años setenta. Corrían los toros persiguiendo a los mozos por la Carrera hasta llegar a la Puerta del Monte, giraban por santa Cruz y desembocaban en el Postigo. Así era, al menos, en la imaginación de un buen puñado de fontaniegos, al frente de los cuales figuraba Miguel Prieto, el guarda cotos. El sueño lo cultivaban en el cerrado de los Miura de La Campana cuando iban de paso a los algodonales de Lora o a coger espárragos.

Allá iban los mozos fontaniegos de punta en blanco, ataviados con pañuelo rojo y un periódico en la mano -vamos a dejar que la imaginación por un día vuele en homenaje de aquellos jóvenes- Carrera adelante a bordo del Citroën de Ángel Corzo. Pepito Garrote, Miguel el guarda cotos, Juan Perea, Francisco Garranchito, Juanito Garranchito, Rubio Monumento. La puerta del bar del Parro dejaba escapar el aroma del café con leche cogido del brazo de un mollete con manteca colorá. Aquellos efluvios de recia raigambre parecían gritarles ¡adelante, muchachos, al toro!

La estatura de los hombres se medía en aquellos tiempos con un sistema distinto al métrico decimal. Sabido es que la unidad del sistema métrico decimal es el metro, mientras que unidad más común de entonces era el huevo, también conocida como cojones. El sistema métrico decimal lo usaban los hombres una única vez en la vida, que era cuando acudían a la caja de reclutas a tallarse para entrar en el ejército. Antes y después de ese único día en la vida, la medida vigente era el huevo y, al contrario que el metro, era preceptivo mostrar la estatura continuamente en todas partes. Para entrar en el ejército medían a los hombres con el metro, pero una vez dentro, los huevos -o cojones- eran de uso universal y permanente.

Las cosas han cambiado mucho -o eso queremos creer- pero entonces había entre Lora del Río y Fuentes un tallímetro infalible para los jóvenes. Se llamaba el cerrado de los Miura y allá iban los más aguerridos a demostrar su estatura, especialmente por estas fechas en las que los encierros de Pamplona henchían los pechos deseosos de gloria y los estómagos avarientos de tostás con manteca colorá.

Los más valerosos echaban un capote en el dos caballos, que arrancaba con el mismo aire cansino de cada mañana, y emprendían camino del tajo de algodón. Al pasar por los Miura, paraban como cada día, comprobaban que el toro más cercano andaba por los alrededores de Carmona y saltaban la alambrada. Más de uno pasó el resto de la mañana subido a la copa de una encina esperando que viniera en su auxilio el caporal a caballo. Pero había saltado el vallado y eso ya era una hazaña digna de ser contada. Miguel Prieto corría por los palmares del cerrado más que un pamplonica por la calle Estafeta.

Afición a los toros, en Fuentes. Lo de Pamplona es una charlotada. Decían en las tabernas que ellos eran unos fanfarrones que presumían de haberse puesto delante de los mismos toros bravos que lidiaban. Devaluaban el valor de los toreros. Al fontaniego siempre le gustó la seriedad de la maestranza de Sevilla y no la de música y charanga de Pamplona.

Toreros de verdad no hemos tenido, pero mozos fontaniegos dispuestos a salir corriendo delante de una vaquilla los ha habido a puñaos. Vaquilla, becerra o novillo, que ni al nombre le hacen ascos los mocitos. Lo que les ha faltado ha sido un alcalde con la estatura medida en huevos. Y con dinero para gastarlo en crear para la historia los san Fermines de Fuentes de Andalucía. Por eso, en el quiero y no puedo, Fuentes se ha quedado con los toros de fuego que clausuran la feria. Ni chicha ni limoná, como en tantas otras cosas. Nos vamos pareciendo a los pamplonicas como un huevo a una castaña.

El sueño de aquellos muchachos asiduos al cerrado de los Miura era que la Carrera fuese un día la Estafeta de Fuentes para que las mozas pudieran comprobar con sus propios ojos la estatura que medían los fontaniegos. Hasta algunos talluditos de Fuentes se hubiese echado al toro en un arrebato de coraje y pundonor. ¡El que tuvo, retuvo! Porque el fontaniego, se mida con la vara que se mida, es un hombre con agallas. Y para el infortunio, ahí está el hospital de Osuna.

Por eso, los soñadores fontaniegos veían posible un encierro como acto principal de la feria y consistiría en correr delante de los toros bravos, vacas, vaquillas, becerros, cabestros… que todos los días a las 8 de la mañana y guiados por pastores fuesen trasladados desde el corral a la plaza, a través de un recorrido convenientemente vallado. Ya veían el corral en un rastrojo de las afueras y la Carrera vallada, hasta llegar a la plaza de toros de la Feria. El encierro, a las 7 de la mañana, con la fresquita, con café del Parro con un mollete con manteca colorá que maquille de rojo la punta de la nariz, a juego con el pañuelo del pescuezo. ¡Viva San Fermín!