Las noticias informan desde hace años de la falta de médicos en el sistema público, pero no acabamos de creerlo. Tendemos a pensar que quizás sea una exageración de los medios de comunicación o que, como mucho, se trata de una situación coyuntural que pasará pronto.No se nos ocurre relacionar, por ejemplo, los tiempos de demora que tenemos para una intervención o para tener una cita con el médico de familia, con la falta de profesionales de las diferentes especialidades, tanto en los centros de salud como en los hospitales. Pero sí, la realidad es que faltan médicos, como también faltan enfermeras y enfermeros y psicólogas en el sistema público de salud en Andalucía y en otras comunidades autónomas, que son las que tienen las competencias y la responsabilidad en esta materia.
Desde hace años estamos asistiendo a recortes en los presupuestos dedicados a sanidad y se han impuesto los criterios economicistas en la gestión de los servicios sanitarios, con el pretexto de reducir el gasto público frente a las sucesivas crisis económicas; cuando, si pensamos en los intereses de la población, en las situaciones de crisis lo lógico debería ser incrementar el gasto público destinado a los servicios esenciales y optimizar el buen uso de los recursos.
El mensaje que se ha ido dejando caer en el imaginario colectivo es, que no hay dinero, que los servicios sanitarios son muy caros, que somos muchas personas que necesitamos asistencia y que, en definitiva, la empresa pública no puede asumir ni gestionar los servicios porque se encuentra desbordada ante la ingente tarea y ante los nuevos problemas, entre los que se encuentra la falta de profesionales. Las instituciones responsables se encogen de hombros mientras sonríen, porque si no hay médicos que quieran trabajar en el sistema público, no es por su culpa; aunque esta afirmación no es del todo cierta y ni siquiera lo es en gran medida.
Mientras se instala la creencia de que la sanidad pública hace aguas por todas partes, la iniciativa privada ha ido preparándose construyendo clínicas que ahora se llaman hospitales y ofreciendo mejores condiciones laborales y económicas a los profesionales que quieran cambiar o compartir su dedicación pública con la actividad privada. No es que la oferta suponga nada del otro mundo, simplemente que los profesionales encuentran en la privada una gestión menos estructurada porque el trabajo no requiere una organización para la atención de salud pública del conjunto de la población y porque los salarios no están sometidos a los recortes históricos y a la pérdida de poder adquisitivo de los empleados públicos.
Siguiendo la estrategia de autólisis por inanición -dejarse morir por falta de alimentación- el poder legislativo y los responsables del sistema público no incrementan el presupuesto de salud, no adecuan las ratio de hospitales y de camas hospitalarias, ni el número de médicos de familia y pediatras, enfermeros, psicólogos y de otros profesionales que corresponden por cada mil habitantes, según estándares internacionales. En Andalucía el presupuesto en salud por cada habitante cae hasta la última posición en el conjunto de las comunidades autónomas, según fuentes del ministerio de Sanidad, y se siguen derivando recursos para la iniciativa privada-concertada a ritmo creciente, por decisión política, en lugar de reforzar el sector público.
Los centros de salud no tienen suficientes médicos de familia y pediatras para cubrir las plantillas establecidas porque no se cubren las plazas de los que están enfermos, de vacaciones o de los que se jubilan. Es frecuente que se empiece la jornada laboral sólo con un 70, un 60 o incluso un 50 por ciento de los profesionales que deberían estar. Prácticamente ningún centro puede decir que cuenta con la plantilla completa.
Y no se cubren las plazas porque, entre otras cosas, ofrecen contratos de tres o seis meses que no dan ninguna estabilidad, con sueldos congelados de los que tendrían que deducir gastos por desplazamiento, entre otros, y con una carga de trabajo incrementada por tener que asumir, además de los propios, los pacientes de los compañeros y compañeras que por cualquier motivo no están y no son sustituidos.
La jornada laboral de un o una médico de familia o pediatra, comienza con una agenda repleta de pacientes citados cada seis o siete minutos. Algunos días a la semana, o todos, su agenda debe descontar un tramo reservado para la asistencia de todas las personas que han optado por pedir una cita urgente porque la necesitan o porque quieren evitar la demora de hasta diez días que puede transcurrir entre la solicitud y la consulta. Si el número de pacientes propios de cada médico se ve aumentado con los de compañeros no sustituidos, el resultado es que se incrementa el tiempo de demora; lo que acaba penalizando al profesional con una reducción del complemento de productividad.
En estas condiciones, además, los médicos de familia tienen muchas dificultades para desarrollar programas de tanta importancia para la salud de la población como el de control de embarazo, planificación familiar, tele-dermatología o cirugía menor, entre otros, y que requieren otro ritmo asistencial y más tiempo para cada paciente.
Consecuencia de esta situación mantenida día tras día es el agotamiento en todos los sentidos del profesional y la insatisfacción tanto del médico como de los pacientes; además de la merma de calidad asistencial mantenida a duras penas a costa del esfuerzo impagable y de la pericia de los profesionales. En estas condiciones resulta poco atractivo firmar el contrato.
Tres cuartos de lo mismo ocurre en los hospitales donde las plantillas son claramente insuficientes para atender al volumen de pacientes que requieren tratamiento y controles muy especializados que tienen que ser distanciados más allá de lo deseable. No hablemos de las inhumanas jornadas de trabajo en los Servicios de Urgencias con una saturación de pacientes a los que es muy difícil atender de una forma razonable.
Ante la falta de soluciones por parte de las instituciones responsables, los profesionales optan por no aceptar las condiciones que se les ofrece o por reducir la dedicación en la institución pública y poner un pie en la iniciativa privada, para compensar de alguna forma su frustración y sus ingresos económicos, aunque sea a costa de extender su jornada laboral. Otros, que por su situación personal y familiar pueden hacerlo, deciden ejercer en otros países que se benefician de la elevada inversión que hemos hecho -con los recursos públicos- en su formación de alta calidad durante un período de unos diez años, si contamos desde que ingresa en la facultad de medicina hasta que completa su especialización. Eso sí que es una mala gestión del presupuesto y un derroche de talentos.
Para detener esta sangría de recursos imprescindibles y esta pérdida de talentos, la respuesta de las administraciones responsables ha sido, hasta ahora, ponerse de perfil y abrir el camino de la atención de salud por empresas privadas que, como es lógico, actuarán con criterios de beneficio económico, allí donde sea rentable, dando las prestaciones al precio de mercado para quien se las pueda pagar. Eso sí, con ofertas asequibles para la asistencia del conjunto familiar, siempre que la atención a los problemas de salud no requieran costes que superen los límites de la póliza suscrita; aunque siempre habrá centros, técnicas y especialistas de altísima calidad para quien se los pueda permitir.
Según va la evolución de la situación, no se atisba ningún movimiento por parte de las instituciones para incrementar los recursos públicos destinados a la sanidad, para gestionarlos mejor, para mejorar las condiciones laborales simplemente para que sean competitivas y para incentivar a los profesionales del sistema público. Ninguna medida efectiva para mejorar los resultados y el prestigio del sistema y de los profesionales, para favorecer el desarrollo de una carrera profesional acorde con sus capacidades y grado de especialización y experiencia, y para facilitar el desarrollo de una profesión que se ejerce con un elevado espíritu vocacional. Ninguna propuesta para profesionalizar la gestión de los servicios y modernizar la maquinaria de la función pública.
Ante la falta de médicos en el sistema público de salud, en algunas comunidades autónomas los responsables, en lugar de incrementar el presupuesto y mejorar las condiciones, están optando por endurecerlas y cerrar centros de salud en las zonas periféricas y en los pueblos, por suprimir médicos de los dispositivos asistenciales e, incluso, se están dedicando recursos a desarrollar programas informáticos que tratan de sustituir al médico en la valoración de los pacientes y a los enfermeros en los cuidados de las personas que solicitan consultas presenciales o telefónicas. Ya se están ensayando prototipos de máquinas que atienden a las llamadas telefónicas y hablan con los pacientes, con el fin de evitar tener que contratar profesionales con una legítima adecuación de las condiciones en todos los sentidos. Cualquiera de estas opciones son de una frialdad y de una falta de humanidad que ponen los pelos de punta.
Debemos ser conscientes de que cuando se endurecen las condiciones, afectan no solo a los profesionales, sino también y principalmente a los pacientes y al conjunto de la población. Preguntar por qué no hay suficientes médicos en el sistema público equivale a preguntar a quién beneficia esta situación. Con la respuesta sabremos al servicio de quién están los responsables.