Hubo un tiempo en el que los campos de Fuentes estaban llenos de vida, de día y de noche. Desde la Verdeja, hasta los Araíllos, desde el Donadío hasta la Peñuela. Eran los tiempos de los sombrajos en los melonares, de noches al raso y amanecidas de melón recién cogido con tocino calentado en la lumbre. Años de melones debajo de la cama o colgados de las vigas del soberao. Melones para alivio de los bolsillos familiares, melonares para la magia de la noche, la broma de darle un susto al guarda, sombrajos para fantasmas con sábanas blancas bajo la luna llena.

Los melonares de Fuentes se fueron para siempre y, con ellos, los sombrajos y la venta de melones en la casa puerta. Con abril llegaba la siembra, a mano siempre, con una legona y la espuerta con las semillas. Siembra hecha en línea para pasarle la canga con una mula torda y, años después, con un tractor y el conquilde, despacito. En linio, como decía José del Donadío. Después, había que aguardar a agosto para la cosecha. Los melones, amarillos, verdes, llegaban para la feria.  Y las sandías, enormes, sonoras, orondas y sabrosas.

La condición para que los melonares fuesen productivos era que hubiese llovido en enero. Sin esas lluvias. De primeros de año, las matas no encontrarían en abril, mayo, junio y julio el jugo necesario para engordar los melones. Con la legona había que aporcar las simientes, unas pocas en cada hoyo, sulfatadas a veces, tratando de combatir la voracidad de los pájaros. Luego había que entresacar las nacidas, dejando dos o tres.

El melonero a mano con más riñones que había en Fuentes era Sebastián el Penco, que sembraba una fanega de tierra en una peoná, 30 fanegas en un mes. El Penco era un máquina antes de que irrumpieran las máquinas de sembrar. Otro buen sembrador y era Moisés, el de Montalbán (Córdoba) que arrendaba en el Donadío. Excelente cultivador de melones de secano, tan ricos que la gente de Fuentes se los quitaba de las manos allí mismo, en el enorme sombrajo que hacía en el melonar.

Los pequeños agricultores sembraban un melonar en un trozo de tierra arrendada a otro agricultor. El año que no llovía y no se podían criar los melones, el propietario solía perdonarle la renta al arrendatario. A cambio, cuando llegaba la Navidad, el arrendatario, en agradecimiento, le llevaba una caja de mantecaos y alguna botella de coñac o de aguardiente. En aquellos años, la Verdeja daba melones muy dulces cuando caían 700 u 800 litros en los meses lluviosos.

Otro de los meloneros de Fuentes fue Rubio Monumento (Antonio Caraballo) que allá por la década de los 70, ponía melonar en los Araíllos, tierra de barros que, cuando llovía, criaba melones exquisitos. Rubio Monumento hacia su sombrajo en la tierra que arrendaba en los Araíllos y vendía los melones en el sombrajo o en su casa. El buen dinero que sacaba le servía para librarse de emigrar a Suiza a trabajar en la construcción. Fuentes fue tierra de melones, de garbanzos y de mano de obra barata para levantar edificios en Barcelona.

El año 1979, Rubio Monumento trasladó el melonar a las tierras del Pozuelo y lo puso en riego, pero no salieron de la calidad de los Araíllos de secano. Aquella tierra había estado sembrada de habas y, cuando a primeros de mayo segaron, Rubio Monumento sembró sus melones con su socio y aprendiz a melonero Pepe Ricardo, un joven con 21 años y muy hábil con el conquilde quitando tantas habas como le salieron al melonar.

En agosto, cuando iban recolectando los melones -Pepe Ricardo manejando el tractor y Rubio Monumento cargando los melones a mano- el primero llevaba con la lengua fuera al segundo. Luego vendían los melones casa por casa. El Rubio Monumento pesaba los melones, Pepe Ricardo conducía y el comunista Manolito Golondrina pregonaba. La derecha de la Carrera y las calles Flores y Mayor no compraba melones que decían que eran comunistas, pero se los quitaban de las manos en el barrio la Rana y las calles el Bolo y las Ratas.

Muchos melones se vendían apilados en la puerta de la plaza, y los experimentados en melones sabían por el color cual era el melón dulce. Pero la fortuna de aquellas cosechas de melones en barbecho de habas fue escasa, aunque el Monumento seguía empeñado en repetir el intento. Pepe Ricardo, en cambio, desistió y puso todo su empeño en coger aceitunas en una finca de José María Conde, con el contratiempo de que le robaron la moto, aparecida días más tarde en Marchena. Muchos melones quedaron para rajarlos para semillas, guardadas en sacos de yute. Los melones que salían malos o se pudrían servían para los cochinos, a los que se les llamaba "soperos".

Bobi el Catalino tenía tierras en los Araíllos y, como sabía que era buena para sembrar melones, quería tener agua haciendo un pozo, pero Manolillo Arropía le dijo que la ruina de la agricultura era el regadío porque provocaría excedentes de producción que devaluarían los precios. Arropía mantenía que los melones y toda la agricultura tenía que ser de secano para no tener excedente de producción y que el producto pudiera valer dinero y el agricultor salir beneficiado.

Lo cierto es que los melones, como los melonares, los sombrajos y el tocino cortado fino sobre la tajá, formaban parte del verano fontaniego. Lo mismo que el baño en las albercas, el porrón y la manta tendida en la puerta de la calle para el sueño de los niños. Tan presente estaban los melones que hasta hubo quien metió el rock en el melonar y germinó “Meloneros Band”, grupo compuesto por Paco y Donato Pérez Aliaga, Eliseo, hijo de Cecilio y Pedro el de la confitería de la calle las Flores.

Sin embargo, el tiempo no pasa en balde y el campo se fue deshumanizando a favor de las máquinas. Hace décadas que nadie quiere campo más que de visita o por el menor tiempo posible. Los cortijos están solitarios como los libros escolares en verano. Sólo hay lugar para lo superintensivo, lo mecanizado y lo que exija el mínimo esfuerzo. Está bien que así sea y lo único que cabe concluir aquí es que los tiempos cambian y que lo hace casi siempre para bien.