Un bar no lo regenta cualquiera. Lo sé porque yo me crie detrás de una barra. Mi familia montó una cafetería pastelería, allí vendíamos cafés con leche, tostadas, cruasanes y todo el género dulce que mi padre, maestro pastelero, fabricaba en el obrador que teníamos a la vuelta de la esquina. En mi calle, además de nuestra cafetería, había nueve bares. Algunos triunfaban, en cambio otros iban como la falsa moneda, cambiando de mano cada poco tiempo. Muchos de los emigrantes, tras matarse a trabajar en Alemania, Francia o Suiza, volvían a casa, se compraban un piso y montaban un bar.
En aquellos tiempos las “españoladas” triunfaban en el cine. Uno de esos éxitos, “Vente a Alemania, Pepe”, iba más allá de la comedia de trazo grueso con españolitos medios haciendo el cateto ante el mundo moderno. Las divisas de la emigración, aquel desastre que nadie quiere recordar para no asemejarse a marroquíes, senegaleses o ecuatorianos, junto con los turistas, salvaron a España de la bancarrota.
A partir de entonces el turismo se convirtió en el motor económico del país. Nos modernizábamos aunque no quisiera el dictador. Cincuenta años más tarde, seguimos con la misma música, aunque la letra ha cambiado mucho. El nivel cultural ha subido en los últimos cincuenta años y los trabajadores de la industria hostelera de ahora saben quién fue Shopenhauer, ya no son campesinos reciclados. Muchos son titulados universitarios que no pueden encontrar otra forma de buscarse la vida. La frase más repetida entre los chicos y chicas con estudios no es “Gaudeamus Igitur”, sino… ¿qué va a tomar el señor?
Algunas, algunos, muchos, demasiados, se plantean seguir el consejo que le daba Pepe Sacristán a Alfredo Landa y se van a Alemania, a Francia, a Los Países Bajos, al Reino Unido. Ya no van con la maleta de madera con fragancia de chorizo de pueblo. No está mal, hemos evolucionado mucho. Pasamos de exportar mano de obra barata a exportar ingenieros químicos, médicos, informáticos… Los motivos son los mismos que en los sesenta y setenta. Aquí no se puede levantar cabeza. Sorprenden los planes de la mayoría de mujeres y hombres con máster porque se parecen tremendamente a los de antaño. A saber, trabajar muy duro unos años y volver con un piso en propiedad.
Estamos que nos salimos, crecemos por encima del crecimiento creciente, según la Junta de Andalucía. Más de treinta millones de turistas han llegado a nuestra tierra, en el conjunto de España sesenta y siete. Los empresarios del sector, sin embargo, no están contentos, son de lágrima fácil, siempre están peor que nunca, jamás he escuchado a un hostelero reconocer que le ha ido fabulosamente, que se ha forrado.
Eufórico, el presidente Moreno dice que vamos por buen camino, que necesitamos más, muchos más turistas, que Andalucía tiene que liderar el turismo en España. El turismo es un buen negocio, genera muchos puestos de trabajo, pero deberíamos aspirar a mucho más. Después de tanto sufrimiento y esfuerzo por parte de una generación para que la siguiente tuviera acceso a la universidad, deberíamos haber sido capaces de crear una industria que no generase sueldos de chichinabo, pero no es así. Esta sigue siendo la tierra cenicienta, la hermana más pobre de todas las Españas.
Aquí hay talento y ganas para dar y tomar, pero seguimos igual que siempre. Veo a los políticos del gobierno andaluz sonrientemente alegres por los datos del turismo. No he visto, sin embargo, a ningún representante de la Junta en ninguna foto de reivindicación del corredor Mediterráneo, fundamental para crear industria. El corredor, más que correr se arrastra con muletas, lleva siglo y pico de retraso y de momento ni está ni se le espera. Al gobierno de España se le han olvidado los raíles, pero tampoco se lo recuerda el andaluz. El resultado es que entre Granada y Almería todavía quedan traviesas de madera. El gran puerto de Algeciras sigue siendo una isla, un depósito de contenedores sin salida terrestre. Tampoco se han dado explicaciones ni mínimamente serias para justificar la adjudicación de la sede de Inteligencia Artificial a La Coruña, pese a ser Granada la favorita.
Afortunadamente, Sevilla será la sede de la Agencia Espacial Española. En Sevilla se han estado fabricando aviones desde que existen, sin duda es una gran oportunidad. Espero, eso sí, que no funcione como la SANA, aquella otra agencia espacial con sede en Minglanillas que tenía a Tony Leblanc como astronauta, aunque igual podrían mandarlo a Almería a buscar las obras del tren del “andador Mediterráneo”.
La generación de mis padres tenía muchos sueños, pero en ninguno de ellos aparecían sus nietos emigrando a otro país, o detrás de una barra, después de estudiar tanto.
¡Menudo despilfarro!