Tratándose de misa, empezaremos este artículo con aquella fórmula tan utilizada en el evangelio “In Illo Tempore”. O sea, en aquel tiempo había en Fuentes tres curas, don José Ojeda Ruiz, el párroco, don Antonio Gavira Gallego y don Francisco Colchero León. Curas de “misa y olla”, según la expresión popular, los tres ejercieron la profesión en el pueblo los suficientes años como para que todos los fontaniegos de aquellos tiempos sepan perfectamente de qué pata cojeaba cada uno de ellos y no sea necesario repasar aquí sus vidas y milagros.
Don José decía la misa mayor en la iglesia parroquial y tenía monaguillos y sacristán. Don Antonio no recuerdo si decía la misa del convento, la que llamaban de los señoritos, ni quiénes eran sus monaguillos. Don Francisco decía la misa en el convento de las madres Mercedarias y durante unos años sus monaguillos fuimos José Portillo, Paco Chocolate, Manolo la Garaña y un servidor, Juanito Zapatero.
En aquel tiempo también había en el término de Fuentes algunas grandes propiedades, latifundios, cortijos o como queramos llamarles. Una de ellas, con sus cinco mil hectáreas, destacaba sobre todas las demás, el Castillo de la Monclova, propiedad del Duque del Infantado, personaje del que todos los fontaniegos hemos oído hablar, pero no creo que ninguno lo haya visto nunca. En cambio, somos muchos los que hemos caminado a lo largo y ancho de sus tierras, sobre todo cuando había libertad para hacerlo, y hemos visto de cerca la soberbia construcción del Castillo de la Monclova. Yo tuve la suerte de verlo por dentro. Como no podía ser de otra manera en una finca de este tipo, que bien puede llamarse feudo, no podía faltar una capilla que en este caso podemos llamar pequeña Iglesia. Hoy se celebran casamientos por todo lo alto.
No piensen en el Castillo de hoy, sino en el de hace setenta años, cuando al señor duque le traían sin cuidado las miserables condiciones en que pudieran vivir todos aquellos que de alguna manera estaban sujetos al yugo de su poder económico: gañanes, jornaleros, colonos, criados, aparceros, pastores... En cambio, consideraba que tenía la obligación moral de salvar sus almas. Por eso, cada domingo tenía ordenado a don Manuel, el administrador, que enviase a Manuel el cochero a Fuentes a buscar al cura de turno y lo llevara al Castillo para decir la correspondiente misa, que era de obligada asistencia para todo aquel que quisiera conservar su puesto, por muy precario que fuera, en el engranaje de la economía del Castillo.
Don Manuel, el administrador, se encargaba de controlar la asistencia, sobre todo de los hombres. Las mujeres y los niños, aunque también asistían algunos, no le preocupaban en absoluto. Había algunas filas de bancos, no muchas, y allí se colocaban las mujeres y los niños. Los hombres se colocaban detrás, de pie con la gorra en la mano y la ropa más decente que tenían. Como había tres curas, a don Francisco le tocaba ir al castillo cada tres semanas, nosotros con él. La misa de las monjas empezaba a las siete y acababa sobre las ocho. Sobre las nueve llegaba Manuel, el cochero del Castillo, y aparcaba un poco más atrás de donde lo hacía el camión viajero. Acostumbraba a venir con un camioncillo totalmente cerrado que solo tenía una ventanilla enrejada en la parte de atrás, vaya usted a saber de qué año y de qué marca era aquel artefacto. No sé ni siquiera si tenía matrícula ni si Manuel tenía carnet, nunca fuimos por la carretera.
El cochero nos abría la portezuela y nosotros nos encajábamos en la parte trasera del camioncillo. Al cabo de un momento venía el cura, se colocaba con Manuel en la cabina y tirábamos para el Castillo. Para nosotros, la misa del Castillo tenía dos atractivos principales, el camino y el desayuno con que una vez acabada la misa nos obsequiaban. Para nosotros, chavales que no salíamos mucho del pueblo, el camino hasta el Castillo era toda una aventura y nos turnábamos para poder mirar por la rejilla del camioncillo, ahora pasamos por aquí, ahora pasamos por allí.
Un día, el viaje fue mucho más interesante, ya que Manuel, por algún motivo que no nos explicó, en vez del acostumbrado camioncillo apareció con un coche de caballos. Aquel viaje fue mucho más emocionante que con el camioncillo y Manuel demostró su pericia como cochero. El coche era de un solo caballo. Por supuesto tenía capota, pero había cortinillas que permitían ver lo que pasaba por los lados y por delante podíamos ver y oír al cochero dirigirse al caballo cuando el coche se inclinaba sobre un lado o al pasar el Alamillo, que iba algo crecido. El día era de agua y de vez en cuando algún relámpago y trueno y el cochero exclamaba "¡sooo caballo, tranquilo que ya falta poco!".
Cuando entramos en la zona de los chaparros, como había algo de niebla, empezamos a bromear sobre las últimas películas que habíamos visto, que si por allí andaba Robín de los Bosques, que no, que era el Conde Drácula, hasta que el cura se cabreó y nos mandó callar. Al final, llegamos al Castillo sin novedad y Manuel nos dejó en la puerta de la capilla. Don Francisco dijo la misa, creo que aquel día hasta contó un chiste en el evangelio, que don Manuel el administrador le rió mucho, y a los forzados asistentes no les hizo ni puta gracia. Acabada la misa, nos dieron el acostumbrado desayuno, a nosotros en la cocina. Café con leche y un trozo de bizcocho servido por la criada. Al cura le sirvieron alguna cosa más suculenta, en el salón, y servido por la señora del administrador. Después, Manuel el cochero nos devolvió a Fuentes, pero con el camioncillo y aquel viaje de vuelta no fue tan divertido.
En la fotografía que abre este artículo aparecen, entre otros, el autor del mismo, Juan Aguilar (primero por la izquierda de la imagen) y Manolo la Garaña (primero por la derecha de la imagen) los dos con sotana negra. Los de blanco eran aprendices y al Castillo sólo iban los veteranos.