¿Qué le hubiese quedado a un bético de los años setenta y ochenta si lo hubieran dejado sin el Betis? ¿De qué iba a hablar en la taberna de Antonio Catalina o en el bar Rincón? ¿A dónde enterrar las grises y tediosas tardes de los domingos invernales? ¿Cómo echar fuera la bilis acumulada por las peonás mal pagadas? No sólo de pan viven los hombres, aunque esos hombres fuesen Fernando, Manolín y Domingo que amasaban, cocían y vendían en la calle Lora. Pan y Betis era lo que había en aquellos circos, perdón en aquellos años finales del franquismo y primeros de la democracia. Pan y Betis sigue habiendo en el siglo XXI.

El Betis era -y es- más que un club y el fútbol era -y es- más que un deporte. El Betis era -y es- la levadura que todas las mañanas esponja la masa antes de hornearla para inundar de aromas panaderos el estrechamiento de la calle Lora. De pan y Betis se alimentaba el chaval Pope Fernández al lado de sus tíos Fernando y Manolito. El pan lo proveía Domingo, el padre, y el Betis los tíos, con los que iba a Sevilla todos los domingos que jugaba en casa el equipo de sus amores. Aunque lloviera a Cristo cantaros, allá iba rumbo a Heliópolis la familia metida en un Seat 124, aparcaba en el espacio que le reservaba el gorrilla de las Tres Mil, servidor a carta cabal en los aledaños del estadio, dispuesta a disfrutar las derrotas y sufrir las victorias del club más masoquista de la liga.

De izquierda a derecha, Fernando, Manolito y Domingo, los panaeros de la calle Lora de primera comunión

En el Dyane 6 de la familia Mendoza iban a ver el Betis Juanera, Chari, sus dos hijos, su cuñada Carmen y Andrés, además de Anita y de sus tres hijos. Diez y aún hubiese cabido algún sobrinillo más si se encartaba. El Betis venció al Español por 1-0 aquel 9 de febrero de 1986, con gol de Hipólito Rincón. La familia que futbolera unida permanece unida. Más bien apretujada. Béticos del universo fontaniego eran Antonio Puerta, Ricardo el cojo Covacha, Juan Luis Carcelero (del Bar Rincón), Pepito Perrojato, Alfonso el del camión, Pérez Toro, Antonio Corzo (los domingos con su Renault 4L amarillo camino de Sevilla) Calero (emigrado a Benidorm, Rafael el confitero y los Catalino Sebastián, Bobi, Román y Antonio. Los béticos ya eran legión, aunque dicen que ahora son todavía más.

A Sebastián el Penco el Betis, que con frecuencia se agregaba a la cuadrilla bética del Pope, le servía para quitar las penas. Ganara o perdiera, las penas quedaban atrás si delante tenía la bandera bética. De pronto le decía a su hijo Pablo, vámonos a ver el Betis, que todo no va a ser trabajar. El Betis, el señor de la Humildad y la hoz y el martillo. Consuelo de jornalero en un pueblo en el que viajar todavía era sinónimo de coger la nacional IV en dirección a Sevilla. Mucho más lejos de Matalascañas no llegaba casi nadie. Ni viajes ni vacaciones había. Algún escapado del pelotón fue visto en los aledaños de Marina D´Or. No los tres hermanos panaderos, todos los domingos atareados en viajar de la calle Lora al Benito Villamarín -durante un tiempo Ruiz de Lopera- y del Benito Villamarín a la calle Lora. No estaba el horno más que para bollos y para el beticismo. Ahora a Sevilla va la gente de Fuentes a los centros comerciales, a la pelu y a coger el AVE o el avión para conocer Londres, Venecia y hasta Honolulú. Pero, lo que son las cosas, al contrario de entonces, ahora parece que España está al pie de un precipicio.

El bético Pérez Toro pontificaba en la taberna de Antonio Catalina que, el día que faltara Lopera, el beticismo estaba condenado a buscarse a un presidente con billetes. Billetes tenía Lopera a espuertas, lo mismo que tenía una mujer de Fuentes y nunca visitó la peña Juan José Cañas. Los béticos esperaron en vano algún gesto de Lopera para con Fuentes. La queja pasó al olvido el día que Lopera hizo público el fichaje más caro del mundo en aquellos años: Denilson vino al Betis a cambio de 5.000 millones de pesetas. La peña nació en 1995 de la mano de Pope el panaero, Ricardo y Antonio Puerta, Juan Lana, Rafael el Mantequilla, Pepe el Barba y su hermano Luis, Antonio Carmona y Pepillo Perrojato.

Como ocurre en el juego de la oca, el Betis caía de tarde en tarde en el pozo de la segunda y hasta en la cárcel de la tercera. Pero el bético nunca fallaba. Pope el panaero no renovó el carné un año que el Betis bajó a segunda y todavía oye el eco de los reproches que le hizo Rafael el pastelero. No paró hasta que volvió al redil. La calle Lora era de gente bien, por lo que a la panadería de los Fernández le hubiese correspondido ostentar orla sevillista, según los cánones de la época: señoritos del Sevilla, jornales del Betis. Pero hasta en la calle Lora tenían que mirarse con el rabillo del ojo los panaeros béticos con los pañeros sevillistas de Luquita Osuna.

Pope el panaero se quitó de ir al fútbol cuando cambiaron los horarios. El Betis era para los domingos. Mejor dicho, los domingos eran para el Betis. Como el partido era siempre a las cinco, salía de casa a las doce y no regresaba hasta las ocho o las nueve, según hubiese quedado el marcador. En medio tomaba unas pocas cervezas en la peña y a eso de las tres y media la cuadrilla arrancaba el coche y salía para Sevilla. Aparcaban en el espacio reservado por el fiel escudero de las Tres Mil y aún les daba tiempo de tomar un cubata y sentarse en el estadio antes de que los jugadores saltaran al terreno de juego. Después la cosa se puso incómoda con los aparcamientos, los controles de acceso y, sobre todo, los cambios de día y de hora impuestos por las retransmisiones televisivas. Ahora no se pierde un partido, pero desde el sofá de la casa.

Los béticos de Fuentes formaban entonces una cofradía en la que muchos hermanos procesionaban todos los domingos detrás del palio verdiblanco. De Heliópolis a Málaga, de Málaga a Huelva, de Huelva a Córdoba y de Córdoba a Sevilla. Una vez fueron a Córdoba con Alfonso el del camión. En aquella ocasión, Ricardo, que andaba encendido con su Betis, fue agarrado por un cordobesista por el cuello y no tuvo tiempo más que para decir “en la Cuesta del Espino os espero”. Allí lo recogieron de vuelta a Fuentes. Sentado en el paseíto de la Plancha, escuchando el Carrusel Deportivo, el carácter de Ricardo viraba con el viento, según soplara el marcador. Todo Fuentes sabía que a Ricardo, por entonces portero del cine Avenida, no se le podía hablar el domingo que perdía el Betis.

Aquel cine de la calle Mayor tenía dos porteros que alumbraban como las luces de un semáforo. Uno era verde, Ricardo, bético a machamartillo. El otro era rojo, Pepe el del estanco, sevillista a rajatabla. Pepe regulaba el paso de la puerta principal y Ricardo el paso de la puerta del gallinero. Cuando uno se encendía, se apagaba el otro. El amarillo duraba poco, lo mismo que dura un empate entre los dos equipos de Sevilla. Pepe y Ricardo jamás se dirigieron la palabra. Al bisnieto de Covacha, que lleva el escudo del Betis tatuado en una pierna, lo ha fichado el Sevilla. ¡Si el bisabuelo levantara la cabeza!