Dormir poco, tener problemas para conciliar el sueño, deja charcos en el entendimiento. Como cuando baja la marea y el agua salada se queda atrapada entre la arena. Hay un momento en el que no se tiene la certeza de estar despierto o dormido. La otra mañana, justo cuando estaba amaneciendo, me asomé a la ventana y vi a lo lejos el campo. Pero el campo ya no era tal, no había árboles y la tierra fértil había sido sustituida por arena gris. Una nube de polvo lo cubría todo, confiriendo al paisaje cierta luz fantasmagórica. El desierto ya estaba más allá del Estrecho, ahora ocupaba lo que hasta ayer era una pradera. “Esto va a ser que estoy dormido”, me dije. De repente escuché los gritos acompasados de una mujer, entonces supe que ya estaba despierto. Aquellos gemidos procedían del piso superior, era mi vecina haciendo el amor con su marido, las paredes son de papel, la intimidad es un concepto relativo en las colmenas urbanas.
Ya despierto, con una consciencia espantosa, imaginé lo que se verá desde mi ventana en el futuro, cuando yo ya no esté ni despierto ni dormido ¿Qué verán las personas que habiten esta casa? Dentro de no mucho, nadie recordará cómo de verde era todo. No sabrán cómo huele la tierra cuando se moja, no experimentarán el inevitable sentimiento de melancolía asociado a la lluvia que cala más aún que el agua. La sangre corre deprisa en primavera, rejuveneciéndolo todo, incluso a mi vecina, recordándonos que la vida se abre paso contra lo que sea. Pero la primavera agoniza devorada por el implacable verano, como el otoño cae rendido a los pies del invierno.
Entonces escucho la voz de Sabina cantando “¿Quién me ha robado el mes de abril?” No hallo respuesta, solo constato que los tiempos cambian, los meteorológicos también. Entonces me alegro de haber pasado ya la cincuentena, porque sé que aunque no veré el fin del reguetón, tampoco veré un páramo ocupando lo que hoy es hierba, margaritas y amapolas silvestres. No escucharé la nada, en lugar del piar de los vencejos a la caída de la tarde, como escucho hoy.
Estoy seguro de que muchos de los que dicen que no existe el cambio climático, que todo es un cuento chino, que lo que sí que existe es “Perro Sánchez” y el contubernio judeo-masónico bolivariano, cambiarán de bando y dirán sin empacho que ya advirtieron de lo que pasaría. Nadie podrá contradecirles porque la memoria desaparece más rápido que las reservas de agua de los pantanos. A las hemerotecas se las lleva el viento, las fotos se borran de la tarjeta de memoria cuando se han visto varias veces. En este mundo adolescente y friki hay que dejar todo el espacio al presente. Muera pues el pasado, mueran los orígenes y los recuerdos, muera la experiencia, como muere todo lo intangible, lo que no tiene precio, lo que no cotiza. Alguien innombrable gritó en una prestigiosa universidad “¡Muera la inteligencia!”. Cuando vence la desmemoria reaparecen los demonios.
El paraíso en la tierra, del que hablaban los andalusíes en la Edad Media, se habrá convertido en el desierto de Laurence de Arabia, pero nadie sabrá que no siempre fue así. Nadie se sentirá culpable, nadie renegará de sus antepasados que desecaron Doñana, pusieron olivos en regadío, llenaron de mangos la Axarquía, de campos de golf el litoral y compraron pantalones vaqueros con aspecto de viejos, conseguidos gracias a gastar el agua que no había. Nadie sabrá entonces que tuvimos la información suficiente, que sabíamos que la tierra que dejábamos en herencia estaba herida y no hicimos nada salvo negar la realidad para sacar una tajada efímera.
Desde mi ventana no se ven las palmeras del Caribe mecidas por el viento, sólo puedo imaginármelas ágiles y frescas de humedad tropical. Me imagino también un futuro con las últimas colonias de humanos aisladas, defendiendo un trozo de césped como los gorilas de montaña se aferran a una rama protectora, sin saber cómo llegaron a esta situación, ni quién les robó su selva ecuatorial. Ni siquiera habrá peces en la mar, habrá plásticos indegradables, de esos que ya llevamos en la sangre. No es buena idea cambiar hematíes por polímeros.
Todas estas ensoñaciones deberían quedarse en las chorradas que a uno se le ocurren cuando no tiene claro si está despierto o dormido, exageraciones de una mente cuentista como la mía. Pero me temo que como siempre, la realidad es capaz de superar con mucho a la ficción.