Catetos, paletos, garrulos, palurdos y mil cosas despectivas más, se les llama a los que viven en un pueblo grande o pequeño. Por alguna razón, los que vivimos en la ciudad los miramos por encima del bigote, creemos poseer un “pedigrí” superior por ser hijos del asfalto, sufrir atascos, respirar aire con plomo y escuchar música de sirenas.
Mi ciudad es enorme, casi infinita, así pensamos como si pudiéramos ocupar todo el espacio y dominarlo. Eso sí, gran parte de los distritos nos son ajenos, no los visitamos nunca y por supuesto, allí no nos conoce nadie. Los urbanitas vivimos también en pueblecitos aunque no lo sepamos, les llamamos barrios. Allí sí nos saludan los tenderos, (los que lo hacen, claro). Es nuestra zona de confort, nuestra casilla del Monopoly, un microcosmos vertical interconectado con otros, pero en el fondo, aislado del resto, lo que viene a ser un pueblo. En realidad, una ciudad no es más que un conglomerado de pueblos apiñados.
A nadie se le ocurre llamar paleto a alguien de Nervión de Moratalaz o de Horta. Sin embargo en París hay garrulos a cascoporro. En Nueva York el censo de paletos bañados en purpurina es inmenso. Nada tiene que ver el tamaño ni el glamur de una población con la “catetez”. Los señoritingos de ciudad tenemos sed de tiempo, buscamos parques para respirar, compramos pan de plástico precocido y vemos vacas en los documentales de la 2.
Los de pueblo, tienen tiempo para perderlo en charlas intrascendentes (las importantes), campos y bosques, ríos vivos, pan de masa de buena madre y pájaros sin enjaular. A los barriobajeros y “barrioalteros” de alma de ladrillo visto no parece importarnos que desaparezcan pueblos y hasta comarcas enteras. Creemos que el campo es ese espacio vacío que hay a ambos lados de las autovías. Y los pueblos, lugares atrasados llenos de gente indolente.
Me pregunto quiénes son los catetos.