Salgo a pasear, me gusta mucho caminar cogiéndome de la mano. Reino en mi mundo privado de interiores cotidianos, que no por conocido deja de sorprenderme, pienso que soy mi víctima y también mi verdugo. Somos culpables yo, mis circunstancias y los imponderables, que disuelven, como una aspirina efervescente, todos los planes trazados con esmero, todos los sueños imaginados en carne y hueso. A veces me oigo hueco, reverberan mis decisiones y mis convicciones, mis principios y también mis finales. Camino despacio, sin rumbo, “nomadeando” en una mañana de otoño, pese a que el calendario me indica que hace mucho que entró el invierno. El parque de María Luisa se me aparece como un lugar íntimo, muy distinto del bullicioso sitio al que uno no acude nunca, salvo para ejercer de cicerón ante los amigos foráneos que llegan a Sevilla.
Hoy el parque y yo estamos a solas. En el camino se suceden los lugares recoletos, pequeñas plazoletas con estanques solitarios. Solo los patos disfrutan del ecosistema. Su vida no se altera por mi presencia. A ellos tanto les da un tipo que otro, sobre todo si no les tira migas de pan. Nada les importa, este es su mundo simulado y postizo, pero propio. En las albercas se reflejan pálidos, desnudos y enjutos, árboles con cara de invierno. Experimento la misma sensación que cuando miro el cuadro en el que se lee “Ce n´est pas une pipe” de René Magritte. No es real lo que veo, no es un árbol de verdad, sino un reflejo. Tampoco veo un bosque auténtico, es una representación doméstica, una imagen impresionista que se descompone en trozos más pequeños, como si fuese un mosaico. El árbol podía perfectamente ser de cartón piedra, sirve para decorar, para camuflar el asfalto urbano. Tampoco es real el lago convertido en espejo, que ni es espejo ni es lago, es una piscina con el pH del agua controlado.
El sol tímido de enero también rebota en el agua, sin potencia, sin cegarme de luz. Todo tiene un aire de artificio, casi onírico, asisto a una función teatral estática para un solo espectador. Me doy cuenta de que este, como todos los parques urbanos, sirve de metáfora para entender la vida. Nada es lo que parece, nada ocurre porque sí, sino como consecuencia de algo, o para conseguir algo. Todo está previsto, controlado, presupuestado, calibrado, homologado, administrado, “monetarizado”. El mundo es un terrario gigante y nosotros tenemos la misma libertad que las lagartijas. Podemos movernos por el espacio disponible siempre que nos lo permitan, siempre que nos echen escarabajos suficientes. Aun así, vivimos en la ilusión de que somos libres, de que somos nosotros los que cazamos los escarabajos. Somos libres de comprar lo que podamos, libres de desear, de querer siempre más, mucho más. Imitamos los comportamientos inducidos hasta auto convencernos de ser felices. La felicidad automática, la obligada socialmente, la que llega por decreto, la insaciable, no dura, es más mueca que risa.
Pese a todo, prefiero el autoengaño y fotografiar el trampantojo de un árbol regado por goteo, no porque quiera vender nada, el pescado ya lo venden otros; sino porque la realidad es mucho más cruel que la fantasía y hoy prefiero evadirme. Me gusta compartir la ilusión de un golpe de vista, de una mirada. A veces las palabras no llegan a donde las imágenes. Esta imagen se descompone, se cuartea volviéndose blanda; basta una pequeña perturbación, la onda generada por una piedra, para que todo desaparezca. Basta un ansia de poder, un complejo de inferioridad mezclado con nacionalismo y mucha mala leche, para que nuestro parque mundial, sea devorado por sus reflejos distorsionados. Una sola piedra y todo se hunde perturbado.
Somos como árboles de parque, muchos no nos miran directamente, prefieren ver nuestro reflejo. Importa mucho más lo que parecemos que lo que somos en realidad. Valemos tanto como la sombra que damos, algunos calculan el valor de nuestras maderas esperando que caigamos para hacer leña. Por eso, árbol sin nombre del parque de María Luisa, hijo del cuerpo de jardineros del ayuntamiento de Sevilla, quiero agradecerte que me hagas reflexionar, que permitas que me vaya por las ramas. Aunque llegue a estúpidas conclusiones, aunque las analogías que se me ocurran, no nos salven de la tala a ninguno de los dos. Quiero agradecerte el sol que se filtra entre tus ramas, la distorsión poética de tus hojas. Tu fragilidad me recuerda a la mía y a la de todos los que, poderosos o no, algún día seremos árboles caídos, talados para hacer leña.
Nada importaran nuestras semillas ni el tiempo vivido.