Intolerable. Ésa palabra. La oímos estos días, la pronunciamos como un mantra que nos sana y nos justifica. Mentimos al decirla con la misma facilidad que respiramos, inconscientemente. Vemos en la TV niños y niñas destrozados por las bombas, a madres destrozadas en su corazón y en su cuerpo, llorando sobre el cadáver de sus hijos. Se nos revuelve el estómago y se nos encoge el corazón durante unos minutos, segundos tal vez, y volvemos acto seguido a nuestros quehaceres, nuestros afanes diarios, sin volver la vista, ni el pensamiento atrás. Sí es tolerable, sí lo toleramos.
Yo me avergüenzo de estar en mi casa segura, rodeada de objetos inútiles, pensando en cómo consumir más y mejor, mirando en internet ropa y zapatos que acumularé en mis armarios, son baratos, no importa que hayan sido fabricados en países del sur global donde menores trabajan interminables jornadas por un sueldo mísero. El trabajo precario de nuestra juventud nos ayuda a justificar las miserias de los que viven lejos, que no conocemos y así su dolor nos es desconocido.
Pienso a veces que estamos construyendo un mundo, el occidental, rodeado de murallas donde no dejamos entrar al otro, a la otra, que vienen -nos dicen- a quitarnos lo que es nuestro, riqueza que fue amasada durante siglos saqueando pueblos de otros continentes. Mientras, nos dejamos vigilar y arrebatar derechos en nombre de la seguridad ante una amenaza fantasma que supuestamente está en todas partes. Yo no la veo por ninguna parte. Pero el miedo es el arma más potente para dominar. Lo que veo me recuerda a veces a “Un mundo feliz”, la novela de Aldous Huxley.
Nos han dicho: “No hay alternativa” y nos lo hemos creído. Hemos perdido la capacidad de imaginar otras vidas, otros deseos que no sean consumir y sentirnos seguros en esta parte de las murallas, cada vez más peligrosas para los que están del otro lado. Estamos construyendo un mundo peligroso para nuestras nietas y nietos, donde se pierde el sentimiento, las emociones de empatía, la solidaridad y el sentido de la vida tal y como debe ser vivida, sin que pensar que “soy yo la que me basto y sobro, sin necesitar a los demás”. Tenemos el deber sagrado de luchar por el futuro cercano y lejano para los que vendrán, salvar la vida.
No, no estoy siendo pesimista, ni moralista, aunque lo parezca. Sólo pretendo reflexionar este día nostálgico y suave mientras escucho a Silvia Pérez Cruz y Javier Colina. Ahora bajaré por mi calle a contemplar la puesta de sol, la maravilla que cada día nos ofrece la naturaleza, especialmente en el otoño cuando la luz se vuelve aterciopelada y los átomos que viajan por el Universo, ese Universo que nos observa, nos recuerdan que solo somos polvo de estrellas.