Desde la entrada miré hacia el pasillo. Todo, las habitaciones, las ventanas y las puertas parecían más pequeñas y hasta el techo parecía más bajo. El tipo de la mudanza me dijo “bueno ya está, nos vemos en la nueva casa.” Aquel piso era pequeño y no muy luminoso, las vistas consistían en un paredón de ladrillo al otro lado de una calle estrecha. Los azulejos, pasadisimos de moda del cuarto de baño y la cocina, parecían sacados de una imposible película de Pedro Almodóvar, protagonizada por Gracita Morales y José Luis López Vázquez. Los tabiques medianeros que nos separaban de los vecinos parecían de papel. Escuchábamos las broncas entre Rafael y Emilia y eso que vivían dos plantas más arriba. El portal y las escaleras olían a gato.
Aun así, al verlo por última vez me embargó la tristeza, porque aunque en aquel instante no lo sabía, posiblemente fue allí donde vivimos los mejores años de nuestras vidas. Miré cada rincón queriendo fotografiarlo mentalmente, queriendo atesorar la felicidad vivida, por si me faltase algún día. Definitivamente, aquel pisito en el centro me encantaba. La dueña de todo el edificio, una bruja con halitosis a la que le gustaba husmear en la intimidad de los inquilinos, había decidido doblar el precio del alquiler. Ni siquiera me ofreció pactar una subida. Había heredado el inmueble y estaba acostumbrada a tratar a los arrendatarios como si fuesen sus criados.
No suelo pasar por la que fue mi calle, ni ver a los que fueron mis vecinos. El otro día lo hice y tuve una nostálgica sensación de pertenencia que nunca sentí cuando vivía allí. Algo de mí, quizá importante, se había quedado en aquél barrio de Sevilla. Estaba atrapado en el espacio infinito de la memoria, en una versión autorizada que había transformado los malos momentos, que entonces parecían catastróficos, en simples anécdotas. Aquel último día la cinta adhesiva iba sellando una a una las cajas con el característico “raaasss”, “raaasss”. Las piezas del puzle de mi vida se archivaron en compartimentos de cartón.
Vivo, vivimos, rodeados de cosas mágicas que no lo son por ser especiales, sino porque cobran vida de vez en cuando y nos evocan momentos entrañables. Objetos inanimados con historia, favoritos, en su día deseados, siempre queridos, coleccionados para protegerlos del tiempo polvoriento y sus estragos. Con el paso de los años, fetiches, despojos de naufragios personales arrastrados por la marea, semienterrados en la playa de un reloj de arena fina. Los objetos, grandes o pequeños, despiertan hasta los recuerdos escondidos en recónditos recovecos.
Abro el armario, ahí está la gabardina que me transporta a aquella tarde de otoño en la que sus ojos brillaban como nunca lo habían hecho. Sobre la repisa duermen metálicas y ancianas, desgastadas por tantos “clics” mis queridas, mis amadas cámaras, acostumbradas al tacto de mi cara, fieles a la orden del dedo índice. Como si fuesen instrumentos musicales, son mágicas. Encierran el secreto de la belleza en sus componentes. Femeninas y hermosas siempre dispuestas a bailar conmigo con la música de la mirada.
En un armarito debajo de la tele descansan los discos de vinilo que forjaron mi adolescencia, todavía huelen a nuevo y a pelusa bajo la nariz, al primer beso. A las paredes se aferran dentro de marcos de bazar chino las fotos sonrientes, ventanas a vacaciones en Atenas, Berlín, La Coruña, Tenerife, Madrid, La Bahía de Cádiz, el bar de la esquina… Se oyen las risas. Aparece la pipa, esa que me daba empaque y me hacía parecer mayor y respetable, o eso creía entonces. Mi tranvía de lata espera paciente a que le dé cuerda para llevarme hasta la calle de mi infancia.
Los cajones rebosan estupideces agazapadas, cada una con su interesante cuento, a veces con moraleja, hablan a gritos de mi vida en solitario y de mi vida en común. Son partes físicas de mi mapa sentimental. Por eso la idea de desprenderme de mis pequeños tótems la siento como una amputación. Porque yo soy yo, o lo que queda del que fui, y tengo testigos, aunque en alguno ponga beba Coca-Cola.
Todos esos objetos viejos no irán a parar a mi tumba como lo hacían los de los faraones en El Valle de los Reyes. Mi vida acabará y mis talismanes descansarán pero no conmigo, sino en un contenedor amarillo, para que se puedan reciclar en nuevos tesoros para otros soñadores.