En la oscuridad de 1816, el año sin verano, en el lago Ginebra en Suiza, Lord Byron, Percival Shelley, su aún novia Mary Godwin (más tarde Mary Shelley), Claire Clairmont y John Polidori se retaron a escribir el relato de terror más audaz. Nadie podía sospechar entonces que en una noche tormentosa, Mary daría a luz una de las criaturas más grotescas imaginadas. Había nacido el Moderno Prometeo, el monstruo inhumano más humano de la historia de la literatura. El doctor Frankenstein, amparado en los avances científicos, jugando a ser Dios, compiló trozos de vidas muertas para crear un homúnculo de talla extra grande. Siempre me ha dado lástima, pobre engendro.

Somos el fruto del tiempo que nos ha tocado, torres hechas con sillares irregulares, ladrillos y argamasa siempre en obras. Lo vivido se va adhiriendo a nuestra osamenta hasta volverse estructura, el estar se transforma en el ser. La mayoría no somos ni flamantes ni especiales, pero somos un producto artesanal, por lo tanto diferentes, originales. Cual Penélope, tejemos para destejer, matamos cada día a nuestro yo para siempre, para sustituirlo por otro muy parecido. Somos nuestros propios asesinos.

Como la criatura de Mary Shelley, estamos hechos de retales de otros, personas y personajes que hemos conocido, escuchado o leído. Un collage de quien adoramos y de quien odiamos. Todos nos han influido porque dejamos que así sea, no somos inocentes. En nuestra maquinita de pensar hay un trío arbitral creado para discernir lo justo de lo injusto, lo razonable de lo intransigente, lo que es ético de lo que no, pero están sobornados.

Somos ladrones de guante negro que tomamos prestados conceptos milagreros e ideas mágicas, traumas, vicios y maneras de vivir. Hay quien se los apropia con ánimo de patentarlos, como si su “creación” no tuviese madre. Robamos, robamos todos, pero tenemos mil años de perdón, lo hacemos a ladrones ¿Cómo de concurridos están los lugares comunes? ¿Quién inventó las frases hechas? ¿A quién se le ocurren las ocurrencias? Alguien tuvo que ser, porque nadie inventa los chistes que cuenta.

Siguiendo el consejo que insistían en inculcarme los salesianos en el instituto, trato de conocerme a mí mismo. Busco y encuentro en mí gestos y muecas, miradas y expresiones verbales, refranes y manías, fobias y filias que he ido asimilando lustro a lustro. No puedo, no quiero, disociar estos implantes porque forman parte de mí, como antes lo hicieron de otros. La mayoría han muerto, pero sé que el robo mereció la pena porque de alguna manera los ausentes viven en mí. No da para más mi idea de la vida eterna.

Probablemente yo también esté contagiando a otros y transmitiendo partes de quienes conocí. Supongo que la muerte es el acto de reciclaje definitivo y tras ella seguimos viviendo sin necesidad de reencarnarnos en un gato doméstico, viviendo en anécdotas, en frases y en actitudes, en la boca y en la mente de las personas que nos conocieron. Una cantidad infinitesimal de mí podría ser inmortal si alguien me recuerda cuando ya no esté.

Más que polvo somos madera, unos de roble, otros de chopo, la vida nos araña y lija, la vida nos graba a navajazos corazones asaeteados. Venimos al mundo como una macedonia variada de genes africanos, con la nariz de papá, la boca de mamá, las orejas del tío Manolo que vivía en Córdoba, la dignidad resistente la abuela María. Lo demás, en mi caso está formado, entre miles, por John Ford y García Márquez, Billie Holiday y Miguel Hernández, Goya y Aute, Enrique Morente, Cartier Bresson, Bette Davis y Eduardo Abad. También estoy hecho de mis novias y amantes, de la mujer de mi vida, de los amigos íntimos que ya no existen, de los que sí, de los conocidos y los ignorados y, por supuesto, de mis enemigos favoritos.  

Adquirimos luces y sombras en las rebajas de temporada, lo que la gente desdeña. A veces conseguimos joyas que alguien tiró a la basura, otras en cambio peleamos por conseguir una futesa sólo porque otro también la desea. La vida es un circo de infinitas pistas. Pasamos por la vida improvisando, haciendo juegos malabares, manteniendo muchos aros en el aire al mismo tiempo, mientras tragamos fuego con sabor a gasolina sin plomo. Nos autoafirmamos constantemente, uno tiene que saber quién es o al menos quién quiere ser. Claro que la mayoría se esfuerza mucho en aparentar lo que no es. Por eso se exageran hasta el ridículo principios, ideologías, religiones, patrias… A este paso el gusto por la tortilla de patatas, con o sin cebolla, puede ser el detonante de la próxima guerra.

No tengo claro en lo que pensaba Mary Shelley. Si se identificaba con el médico, con el adefesio humanoide o con los dos. Probablemente se sentiría heredera de otras vidas ya finadas aquella noche oscura de aquel año sin verano en el que alumbró esa imagen monstruosa de nosotros mismos.