Pocos negarán que el mundo anda trastornado, boca abajo, del revés. Los que siempre estaban en el lado de los buenos se han ido al lado de los malos y viceversa. El demonio parece andar a sus anchas por el cielo y Dios por los infiernos. ¿Los chinos no eran los malos y los americanos los buenos? Ahora es al revés. El comunismo chino se ha vuelto tan capitalista, que el capitalismo americano anda sin saber qué hacer para seguir siendo el amo del mundo. Emigrantes -Trump, Musk, Marco Rubio...- que atacan a inmigrantes, obreros que votan a Vox. Si vivieran los dinosaurios adorarían al meteorito que los extinguió. Tan dislocado anda el mundo, que los comunistas salen en procesión reivindicando los símbolos del nacionalcatolicismo.

Buscando la forma de entender el extraño mundo del siglo XXI, el fontaniego mira a sus compatriotas y descubre que se les está poniendo cara de chinos. Antes trabajaban para vivir y ahora viven para trabajar. Como han hecho los chinos toda la vida de Dios. Trabajan como chinos para seguir siendo europeos. Manda cojones… La cosa no tiene ninguna gracia. Ahora que China va camino de ser el centro del mundo, a los europeos se nos van poniendo los ojos -y los bolsillos- afilados como cuchillos. Dicho de otra manera, tenemos que vivir al día para ser competitivos en el mundo global. Mundo que, en vez de expandirse, se constriñe y las empresas mandan apretarse el cinturón y trabajar más por menos porque, de lo contrario, China nos come terreno.

Esto no ocurre desde ayer, sino desde que algunos en la bolsa de Nueva York cogieron un alfiler y le dieron un pinchonazo a la burbuja financiera mundial que hacía posibles las hipotecas baratas con las que nos tenían engatusados. Muchos recuerdan con nostalgia aquel mundo de los años noventa y dos mil en el que atábamos los perros con longaniza, un albañil se hacía una casa de señorito y se compraba un BMW de alta gama con el salario que cobraba de lunes a viernes en las obras de la Costa del Sol. El maná del ladrillo. Es verdad que antes de habitar en la nube de los dorados noventa-dos mil no teníamos cara de chinos, sino de hambrientos niños de la guerra.

También es verdad que los fontaniegos veinteañeros no tienen ahora forma de comprarse una casa. En cambio, sus padres, cuando tenían su edad, compraban piso, coche y, cuando llegaba el verano, disfrutaban de unas vacaciones en Málaga. Los padres de los actuales veinteañeros se ganaban las lentejas en la vendimia de Francia, las aceitunas en Jaén, las fresas en Huelva y compraban una casa con las hipotecas que “regalaban” en las oficinas de los bancos. Que necesita usted un millón para comprar una casa, ¡tenga, cinco! Que necesita cinco, no sea usted modesto, ¡tenga, diez! Que necesita diez, ¡tenga, veinte! Compre usted casa, coche, segunda vivienda y viaje al fin del mundo. Ya lo pagará trabajando el resto de su vida, aunque para lograrlo tenga usted que vivir dos, tres o cuatro vidas.

El sistema financiero internacional funcionaba entonces igualito igualito que las estafas piramidales, siguiendo el principio de que un ciclista no se cae mientras consiga que la bicicleta ruede y ruede. Aquel disparate financiero no tenía nada que ver con la economía real del sistema productivo ni con la verdadera capacidad de ahorro de las familias, pero daba igual porque podía seguir engordando siempre que la gente siguiera creyendo en él. Todo es cuestión de fe, igual en el templo que en la economía. ¡Más madera, el capitalismo es capaz de hacer rico al pobre!

La lucha de los sindicatos a finales de los años setenta y primeros de los ochenta, aprovechando sus renovadas energías y las flaquezas del franquismo en retirada, junto con la efervescencia política de la transición, habían logrado notables conquistas laborales. Eso, combinado con préstamos fáciles para todo y con una descomunal burbuja inmobiliaria, daban para hacer una tomiza perfecta para que el obrero pudiera sacar el perro a pasear. Las longanizas las utilizaba para comer, como el obrero ha hecho siempre, y las horas extras para pagar la hipoteca. Muchas horas extras.

El problema para el ciclista es cuando la bicicleta se para y no encuentra donde poner los pies. Es lo que ocurrió a partir del año 2008. El testarazo del ciclista fue de padre y muy señor mío. Los recortes salariales y de derechos laborales han sido brutales desde entonces, en parte debidos a la caída de afiliados a los sindicatos y a la consiguiente desactivación de las protestas de los trabajadores. El individualismo impera. El resultado de todo eso es que comprarse un coche de gama media ahora cuesta más de 20.000 euros, frente a los 12.000 de hace 30 años. El metro cuadrado de vivienda ha pasado de 1.600 a 2.000 euros. El hecho de que hace 20 años el salario mínimo fuese de 490,8 euros y ahora sea de 1.134,44 no evita la sensación de que el fontaniego anda como los cangrejos, para atrás.

La inflación está disparada, dicen, como no lo ha estado nunca en la historia de España. Mala memoria habita estas tierras. Mala memoria o poca curiosidad para mirar las series estadísticas. A los padres de los actuales veinteañeros les falla la memoria y los veinteañeros no pueden tenerla porque no vivieron aquellos años. Véase el grafico de más arriba para comprobar cómo estábamos en los años setenta, con un 24 por ciento de inflación sólo en 1977 y casi un 20 por ciento en 1978. Es verdad que no se han producido caídas de la inflación como en los años 80, pero tampoco subidas como en los años 70. Miente o es un ignorante quien diga que con Franco vivíamos mejor.

Al final, como siempre se ha dicho en Fuentes, el fontaniego paga poca ropa, poca casa y poca comida. Todo lo contrario que el fontaniego que se vea en la necesidad de emigrar a una gran ciudad, donde el alquiler de un piso se ha vuelto no ya un sueño, sino una pesadilla. No digamos la compra. La cosa es complicada porque el trabajo no está donde uno quiere, en el pueblo, sino donde está, en la ciudad. Y así, resulta que hay que trabajar en una gran ciudad, pero vivir en un pueblo como Fuentes. ¿Cómo conseguirlo? Como en el circo, haciendo malabarismos imposibles o más kilómetros que Induráin.