Como usted y yo sabemos, don Servando, si no fuera por la guillotina la aristocracia francesa se habría pasado la revolución por los forros, y los tres pilares en que esta se fundamenta, a saber, las famosas liberté, egalité, y fraternité, rápidamente habrían quedado reducidas a una nueva y más divertida faceta de la frivolité. Y como tú y yo bien sabemos, Alonsillo, si no fuera por el paro, la miseria, la marginación y la degradación moral que la aristocracia decreta para todos aquellos que no secundan sus sagrados designios, las clases, digamos, no favorecidas por la fortuna, se habrían tomado en serio eso del estado del bienestar, creyendo que era como el pito del sereno, que todos pueden tocarlo. Mano dura, Alonsillo, mano dura es lo que hace falta para sostener los sagrados principios de la aristocracia. Y pies firmes, don Servando, y pies firmes es lo que hace falta para sostener los sagrados principios de la revolución.
Cuando el limpia Alonsillo Cobos decía lo de los pies firmes a don Servando Cantudo, jefe de negociado de la OAS (Oficina de Asuntos Siniestros) sin que el personal de la elegante cafetería el Tuno a lo largo de los años hubiera llegado a intuir el por qué, se le dibujaba un rictus amargo en la cara, rictus que disimulaba con una forzada sonrisa, y como parte de un ritual respondía al limpia siempre con las mismas palabras, sí, sí eso es cierto, pero como tú y yo ya sabemos, Alonsillo, solo se bautiza el que tiene padrinos. Este punto de la conversación siempre coincidía con el momento en que el limpia daba el último toque de cepillo en los zapatos de don Servando y éste, con gesto magnánimo, le alargaba un billete de cien pesetas. La tarifa era de veinte. El resto no era ninguna propina fruto de la excesiva generosidad de don Servando, era el precio, tasado en su punto crítico, de un chantaje. De un chantaje con minúscula, podríamos decir, teniendo en cuenta la minucia que representaba para don Servando pagar la tarifa quintuplicada cada vez que se hacia lustrar los zapatos, aunque lo hiciera cada día.
Y para ser exactos, la cosa estaba entre el chantaje, de una parte, y el soborno, de la otra. Pues las mismas probabilidades había de que el limpia presionara a don Servando, o de que éste se adelantara, poniendo y pagando en cada momento, en forma de propina, el precio que juzgaba apropiado para asegurarse su silencio, basándose para el cálculo en el riesgo creciente o decreciente, según las circunstancias del momento, de que alguien con capacidad para hacerle justicia pudiera prestar oído a las divagaciones de un limpiabotas que olía a betún y a Chinchón a partes iguales. El limpia, cuando llevaba algún vasito de más, no se privaba de decirle al cliente de turno que si don Servando, hoy día, era jefe de negociado y había quintuplicado sus ingresos en cuatro días era gracias a los consejos que él le había ido dando a lo largo de los años en clave taurina.
Los clientes, por supuesto, se lo tomaban a risa. Pero los tiempos cambiaban, corrían los años 70 y todo parecía apuntar a que los principios de la revolución ganarían la batalla a los sagrados principios de la aristocracia y que, en un tiempo no muy lejano, la credibilidad del limpia podría crecer a los ojos de una nueva sociedad. Y entonces, él, don Servando, en plena vejez, tendría que afrontar las consecuencias de su superchería. Cómo podría explicar que había llegado a jefe de negociado gracias a los consejos del limpiabotas de la cafetería el Tuno. Llegados a este punto de la reflexión, don Servando hacia un gesto amplio con la mano, como para convencerse de que no había razón para preocuparse. Lo cierto es que día tras día, desde hacía más de diez años, se repetía esta escena con ligerísimas variantes en cuanto al diálogo, y una regularidad y proporcionalidad absoluta en la generosidad de don Servando hacia el limpia, cinco veces la tarifa.
Ni que decir tiene, que daba mucho que hablar en el mundillo de la cafetería esta prodigalidad del ejecutivo con el limpiabotas, ya que don Servando, se sabía de buena tinta, no era lo que se dice un despilfarrador. Había versiones para todos los gustos, pero ninguna estaba sólidamente fundamentada. Que si el Alonsín, el hijo del limpia, tenía una retirada a don Servando, que si el limpia era el camello que le proporcionaba la droga, que si hicieron la guerra juntos y el Alonsillo hizo por él los trabajos sucios, que si está al corriente de los líos que ha tenido con las secretarias, que si es marica, etc. etc. Pero lo cierto es que ni la mujer del limpiabotas despertó nunca la lujuria de nadie, mucho menos la de don Servando, ni éste consumía ningún tipo de sustancia prohibida pues ni siquiera fumaba, los dos se libraron de la guerra, aunque por diferentes motivos que no vienen al caso, y, aunque fuera lo habitual, el supuesto lince de las finanzas nunca había tenido rollos de cama con las secretarias, ni era marica. ¿Entonces qué?
Algunos, los mejor intencionados, oyendo la conversación y sus alusiones a la revolución francesa, la aristocracia, las diferencias de clase etc, especulaban sobre la posibilidad de un antagonismo ideológico, de noble y caballeresco corte, cimentado de una parte en un volterianismo recalcitrante, y de otra, en un paternalismo no exento de cierta liberalidad. Pero lo cierto es que ninguno de los dos sabía muy bien quien era Voltaire, el limpia mucho menos por supuesto, lo de la guillotina y todo lo demás lo había sacado de una película titulada María Antonieta, ni sustentaban idealismo alguno. Alonsillo, de hecho, era casi analfabeto, inculto pero despierto, observador sensible, no falto de inteligencia natural, pero de naturaleza indolente, falto de ambición, decía que la vida ya tenía marcha propia sin que él tuviera que empujarla y cuando alguien le venía con sermones sobre las virtudes del espíritu de superación alegaba que no había espíritu que pudiera superar al de un vasito de Chinchón tomado a pequeños sorbos al sol de la Castellana.
Por supuesto, no tenía prestigio social alguno. Era como el dinero negro. Cualquier cosa que de él saliera tenía que pasar por manos blanqueadoras para tener algún valor. Don Servando era un estudiante de Derecho que nunca llegó a titularse, culto, pero torpe, y que hoy pasaba por ser un lince de las finanza. Gozaba de un gran prestigio social y de unos ingresos que quintuplicaban la paga que le correspondería tener, cosas que consiguió siguiendo durante años, al pie de la letra, los consejos que el limpia le proporcionaba en clave taurina, mientras le enceraba y lustraba los zapatos ¿De dónde sacaba el limpia una información que don Servando pudiera utilizar para su propio provecho, teniendo en cuenta que cada uno de ellos estaba en un extremo de la pirámide?
El personal de la OAS se componía de un jefe de negociado, nombrado a dedo, y unos cuantos zánganos nombrados de la misma manera. Teniendo en cuenta que todos los negocios que allí se trataban estaban amañados de antemano sin el concurso de inteligencia ni nada parecido, los ascensos o descensos no se producían por meritocracia ni nada por el estilo, sino por el humor que tuviera el jefe de negociado, que repartía prebendas o cornadas de forma tan irracional como se producen en las corridas de toros. Por lo tanto, en aquella oficina para prosperar no hacía falta matarse a trabajar, ni mucho menos, allí no se daba golpe, ni acumular méritos de ninguna clase. Se trataba de no estar presente el día que presumiblemente habría banderillas negras o estocadas o degüellos y estar presentes el día que por su buena disposición y buen humor el jefe de negociado repartía oreja y rabo, no a aquél que sabía lidiar con el trabajo, que no era ninguno, sino al que estaba presente en aquel momento.
Había una gran tolerancia el lo que respecta a la asistencia al trabajo y no había que justificar las faltas. Por eso era relativamente fácil evitar las embestidas en días de mal humor y estar presente los días de buen humor y reparto de prebendas. La cuestión estribaba en saber qué días el jefe de negociado estaría de buen o mal humor. Aquí entraba en escena el limpia con sus buenos o malos consejos. A don Servando Cantudo siempre se los dio buenos y éste, a cambio, le daba sustanciosas propinas cada vez que se lustraba los zapatos. Y cómo averiguaba el limpia de qué humor estaría el jefe del negociado un día cualquiera. Por los pies. Alonsillo Cobos sólo recibió en herencia una caja de limpiabotas y un consejo de su padre. Cuando limpies los zapatos a alguien, observa detenidamente la postura y los movimientos de sus pies y por ahí conocerás el humor y la buena o mala disposición de aquella persona. El limpia se aplicó al cuento y, atando cabos, empezó a echar pronósticos sobre la disposición del jefe de negociado de la OAS que se hacía lustrar los zapatos cada mañana puntualmente.
El personal de la OAS acostumbraba a reunirse al finalizar la jornada en la cafetería el Tuno y allí comentaban los lances de la jornada. El limpia estaba lo bastante cerca para oír los comentarios y así fue confirmando la exactitud de sus pronósticos. Por razones desconocidas, le cogió una cierta simpatía a don Servando y empezó a informarle, en clave taurina, de la buena o mala disposición que tendría su jefe aquel día. Don Servando, al principio, no se lo tomó en serio, pero al ver que día tras día los pronósticos del limpia se cumplían a rajatabla, empezó a aplicarse al cuento. Por ejemplo, si el limpia le decía "hoy habrá banderilla negras, don Servando", éste llamaba por teléfono a la oficina diciendo que aquella mañana no podría asistir al trabajo dando cualquier excusa para ello. Cuando calculaba que había pasado la tormenta y que el jefe ya se habría desfogado con alguno o varios de los presentes, por el simple hecho de estar presentes aquel día, don Servando se presentaba como si tal cosa.
Si el limpia le decía "hoy el jefe viene de buen humor y repartirá oreja y rabo", aquel día don Servando se presentaba puntualmente y estaba más pelotillero que nunca. Así, a fuerza de estar presente en los días buenos y de eludir en la medida que le era posible los días malos, don Servando fue acumulando méritos y prebendas, no ganados -pero eso importaba poco- y subiendo escalafones en la jerarquía de la oficina hasta que llegó el día de sustituir al jefe de negociado y evidentemente el escogido para tal sustitución fue don Servando. La primera medida que adoptó el nuevo jefe de negociado fue hablar con el limpia y hacerle prometer bajo juramento que no informaría a nadie ni echaría pronósticos sobre su buena o mala disposición y a cambio le pagaría la tarifa quintuplicada cada vez que se lustrara los zapatos, cosa que pensaba seguir haciendo cada día.