La otra noche, a las 12, algo fue diferente. Cuando dejó de ser 23 de abril para ser 24 algo cambió. De pronto me recorrió el cuerpo una sensación que hasta entonces había sido liviana, pero que ahora pesaba toneladas. Después de dar vueltas la cama sin encontrar respuesta, esperando que el roce con la sábana aclarase este embrollo de impresiones y entreviendo ya al sueño, dilucidé aquello que me ocurría: ya no era 23 de abril. Sí, tan simple como eso, tan sencillo como lo es el paso del tiempo y como quien un 20 de abril pasa de estar en este siglo para trasladarse al 90.
Aun así, el empeño que puso mi mente en adivinar por sorpresa la razón de esa pesadez no iba a quedar ahí: ¿por qué, de repente, me encontraba casi fatigada? El motivo de mi hastío quizás no fuese otro que el viaje en el que me había embarcado durante ese día. No hablo, pues, de un viaje de aventuras, aunque podría decirse, sino de un viaje a través de las palabras.
En esa ocasión, desde el primer toque de mi despertador había recibido numerosas notificaciones anunciando, cómo no, el Día del Libro. Fue entonces cuando comencé, de forma imprevista y sin comprar los billetes, ese viaje que ahora recuerdo. Fue armonioso el momento en el que, un día cualquiera, fue llenándose de letras: se sucedían los mensajes de desconocidos que se felicitaban el Día de San Jordi, los que decidían pasarlo paseando por las librerías o simplemente llevando un libro en la mano en lugar de guardado, como para que sus páginas pudiesen respirar.
Pero también hubo quien regaló rosas rojas de cuento, quien dedicó poemas de Neruda o cartas de Kafka, e incluso quienes tuvieron un detalle marcando su página favorita de una novela de Agatha Christie para que otro lo leyese. Además de todos ellos, los hubo que acudieron a conferencias de autores; otros que fueron a alguna biblioteca con angustia por apropiarse de un libro más de la cuenta, pero para los que hubo sonrisas agradables de libreros que deseaban un feliz día; se vieron risas en los mercadillos, tantas como agradecimientos a recomendaciones literarias.
Incluso cuando el sol caía, las palabras avisaban de que faltaban acentos por poner y las calles de los poetas muertos seguían susurrando sus poemas con cada soplo de aire. Es que hasta cuando asomaba la luna, ella misma le lloraba a Lorca y a todos cuantos escribieron sobre ella, siendo incapaz de devolverles esta dedicación en un fulgor.
Con las estrellas cantando nanas, el gentío deambulando por las avenidas y los árboles meciéndose al ritmo de las Rimas de Bécquer, acabó un viaje que fue tan imprevisto como emocionante. Lo hizo dejando una mente adormecida llena de pesares por si ya no vuelven esas letras que le hicieron sentir viva.
La madrugada del 24 de abril comenzaron a marchitarse las rosas de San Jordi, los libros regalados ya cogían polvo y los adoquines dejaron de ser tan silenciosos como en las novelas de misterio; parecía que todo volvía a la normalidad.
Sin embargo, en mi mente aún se conserva el recuerdo de las palabras que inundaron mi 23 de abril y, por eso mismo, quisieron ellas mismas adentrarme en un mundo en el que las rosas se mantenían frescas, en el que la memoria las regaba mientras escuchaban versos que las describían y que ya comenzaban a crear raíces en el libro que yo misma estaba escribiendo, que no es más que la historia de quien soy. Mantener vivos a los libros es tan importante como acoger a las palabras y cuidarlas para saber escribir uno propio.