En los años 1826 y 1877 el término municipal sufrió el azote de sucesivas plagas de la langosta que obligaron al ayuntamiento a atajar este mal que asolaba a las cosechas, especialmente al trigo. Las plagas de langosta habían venido secularmente asolando los campos de Andalucía a lo largo de la historia. Los efectos que producía la langosta en los campos eran terroríficos. El agricultor pasaba de poseer un trigal excelente por una climatología benigna en lluvias y temperaturas, a tener un campo desolado.
El paso de la langosta dejaba los sembrados convertidos en eriales. Con estas consecuencias es fácil imaginar los efectos que producía la langosta en la economía de los trabajadores del campo. En un mundo de economía tan frágil, cualquier mala cosecha podía alterar seriamente el equilibrio demográfico de las familias, afectar a sus vidas y a sus mentes y más aún ante la llegada de la langosta, que desequilibraba su esperanza de vida. Tanto era el infortunio.
Los métodos usados en la extinción de la langosta fueron muy rudimentarios hasta el final del siglo XIX, utilizándose sobre todo el arado de las tierras en la época en que los insectos ponían los huevos. Otro método era el simple aplastamiento de los insectos en su periodo de crecimiento mediante rulos, ganados o pisones y el posterior barrido y su enterramiento en zanjas. También se utilizaron piaras de cerdos y de otros animales en las zonas de fincas infectadas por la langosta para que les sirviesen de alimento; así como el uso de zurriagos (látigos muy largos), buitrones (pajarillo muy pequeño de color pardo rojizo), garapitas (red muy espesa usada para pescar pececillos) y otros instrumentos ideados para tal fin.
En 1826, la junta local de extinción de la langosta de Fuentes detectó la aparición de este insecto en la dehesa de las Yeguas, en el pago de olivas de Tierras Nuevas, en la dehesa de monte de Sebastián Adalid y en el pasto que llevaba en arrendamiento Antonio Armero. La extinción era urgente por estar todos los indicados terrenos rodeados de sementeras que podían verse muy afectadas, como también los olivos.
En aquellas fechas, al ayuntamiento le era imposible invertir ninguna cantidad en el exterminio de la plaga. Imposible actuar como cuando la langosta apareció en la despoblada villa de la Monclova, cuya jurisdicción estaba agregada a la de Fuentes. Entonces había acudido a su remedio, invirtiendo en calidad de reintegro las cantidades cobradas en el repartimiento de paja y utensilios. Pero aquellas cantidades aún no se habían reintegrado y, debido a la grave necesidad con la que se encontraban los vecinos, no se les podía gravar con un nuevo repartimiento en metálico.
Por ello, el ayuntamiento acordó que todos los vecinos contribuyesen con un celemín (11,5 kilos) de langosta cogida por sí mismos o a sus expensas, para lo cual pagaría 2 reales de vellón a su suministrador. Toda la langosta recogida se presentaría ante la junta de extinción. Esta medida fue tomada sin perjuicio de que se formase otro repartimiento proporcional entre los labradores, hacendados y pegujaleros, comerciantes y menestrales, con arreglo a las noticias y reconocimientos que hiciesen los peritos del número de fanegas poco más o menos que estuviesen afectadas por las manchas de langostas que habían aparecido y que se les repartiría lo que a cada uno pudiera corresponderles, según sus haciendas, sementeras, tratos, comercios y granjerías que tuviesen.
Otro año que hubo una fuerte plaga de langosta fue el 1877. El alcalde de entonces, Pastor Atoche y Carmona, convocó a cabildo al ayuntamiento, que se reunió el 16 de abril de dicho año, para acordar los medios que se considerasen oportunos para la extirpación de dicho insecto. La intensidad y desarrollo que iba tomando la plaga era mucho mayor y alarmante de lo que se había comunicado a las autoridades provinciales. Estas, a través de la Diputación provincial, había auxiliado a la población con 500 pesetas para sufragar los gastos que se llevasen a efecto, con objeto de extinguirla. Por eso, los regidores tomaron la decisión de, además de exigir la prestación personal a los vecinos, manifestar a la comisión provincial su desagrado por la ridícula ayuda recibida y exigirle la cantidad de 10.000 pesetas para combatir la plaga y salvar a la villa de tener que ver su cosecha destruida.
Desde principios del siglo XIX la legislación sobre la protección contra la plaga de la langosta fue abundante, ordenándose la disposición de la constitución de una junta provincial de extinción de la plaga y la relación estadística de los terrenos incluidos dentro de la lucha contra ella en cada uno de los municipios, a través de la información requerida a cada una de las juntas locales de extinción. El coordinador de la junta provincial de la lucha contra la langosta era el ingeniero agrónomo jefe provincial, que debía elevar, con los datos recogidos en la provincia, un informe memoria cada año al ministerio de Fomento.
En todos los pueblos las primeras medidas a adoptar fueron la extracción del canuto con los huevos de los insectos por medio del arado, que era después recogido a mano, bien recibiendo un jornal, bien por un tanto por cada kilo de canuto recogido. También, la ley del 10 de enero de 1879 recordaba a los municipios que, en lo relacionado con los gastos que ocasionasen los planes de extinción de la langosta y solamente en el caso de que los ingresos municipales resultasen insuficientes, los municipios podrían solicitar al ministerio, como ayuda de costas, la cantidad de gasolina considerada necesaria para completar la campaña de extinción.
La langosta, cuyas puestas en verano, quedaban enterradas durante el otoño e invierno, eclosionaba en primavera, según las temperaturas, y afectaba sobre todo a las tierras de secano, y de clima seco y cálido, por lo que Andalucía, Extremadura y Castilla, junto al levante español, fueron tierras propicias para que la plaga se hiciese endémica, con las posibilidades que las temperaturas le ofrecían estas tierras. Cuando se detectaba una zona infectada, se labraba la tierra para dejar al aire los canutos con las puestas de los cientos de huevos de langosta, para recogerlas posteriormente, amontonarlas y prenderles fuego. Todos los vecinos mayores de doce años tenían la obligación de recoger langosta, y se les pagaba por hacerlo un tanto por celemín.
También los pájaros y otras aves contribuían a la lucha contra la plaga, aprovechando el momento en que quedaban al descubierto los insectos y sus puestas, para dar buena cuenta de ellos como alimento. Otros animales domésticos contribuían al exterminio: los cerdos y gallinas primero, y años después, los pavos. En la lucha contra la plaga, lo que no se conseguía con la colaboración de hombres y animales domésticos transportados a los focos infectados, se intentaba con la quema de rastrojos y matorrales, para que tanto las langostas como sus puestas perecieran con el fuego.