Mucho antes del ¡ringggg! y del ¡ding, dong! existían otras formas de llamar a la puerta. Con el afán de no destrozarse los nudillos, comenzó en la edad media la costumbre de colgar martillos en los portones de gruesa madera, que facilitaban el anuncio de llegada. Con este objeto, y para poder abrirlos tirando de ellos con mayor facilidad, más tarde se colocaron argollas metálicas sujetas por cabezas de león.
Quién sabe, igual era una forma de advertencia, ”cave canen” (cuidado con el perro). Tal vez una forma de advertencia, “no molestes al propietario”. Con el tiempo, evolucionaron adoptando formas mitológicas como la de grifo, quimera o basilisco, después llegaron modelos delicadas como las de la mano femenina que sujeta un bola y que invita a ser acariciada con suavidad. La aldaba acabó convirtiéndose en un símbolo externo de riqueza y poder. La fachada de una casa era el espejo de la bolsa y el llamador, el salvoconducto que daba acceso a un paraíso privado y terrenal asequible.
Hoy día, en los cascos históricos de ciudades y pueblos, se conservan, ya sin un uso práctico, para recordar el rancio abolengo, o las pretensiones de alardear de cierto estatus. Muchas son obras de arte en miniatura, un recordatorio de otros tiempos, en los que las campanas tañían de verdad y eran de bronce, los tambores de piel de cabra y no había timbres eléctricos. Todo era físico, todo percusión.
Antes de que se inventase el portero automático, la respuesta a la aldaba del anfitrión al sonoro ¡toc,toc! Se materializaba con un ¡quién va! En aquellos tiempos no había carteros comerciales, vendedores de seguros, ofertantes de contratos chollo, de compañías telefónicas, ni evangelizadores a domicilio.
Las aldabas fueron testigos mudos de muchas conversaciones de novios que “pelaban la pava” en el quicio de la puerta. En otros casos, los alguaciles gritaban, ¡queda detenido en nombre del comendador! Lo que habrán visto y oído las aldabas!