En los años setenta, las vacas también daban leche y parían terneros. Deben de ser las dos únicas cosas que no han cambiado en las vaquerizas de Fuentes desde entonces. Todo lo demás ha dado un giro de 180 grados. Las vacas daban leche, parían terneros, los vaqueros las ordeñaban a mano, vendían la producción a la central lechera del barrio la Rana o al camión, los hijos echaban una mano al salir de la escuela y con cuatro vacas podía vivir bastante bien toda la familia. Ahora, ni cuarenta o cincuenta cabezas dan para mantener en pie una vaqueriza familiar donde ordeña una máquina, el toro ha sido sustituido por una jeringa y los hijos no quieren ni oír hablar de las vacas de sus padres.

A la mesa del vaquero fontaniego -cualquier vaquero- se solían sentar los padres con sus cuatro o cinco hijos. Todas las familias de entonces iban envueltas por los aromas del cisco y de una olla recién hecha. Si la familia era de vaqueros -cualquier vaquero- le precedía, además de los efluvios de la olla y el cisco, una mezcla de olor a leche y a estiércol. Tampoco hace tantos años de eso. Pongamos por caso que corrían los años setenta del siglo pasado. Todos los días había garbanzos con sus tagarninas o con sus tronchos de alcauciles, su buena pringá de carne con tocino, una ensalada y una tajá de melón o de sandía. A la olla le pegaba de maravilla el olor de la telera acabadita de salir del horno de ancá Cordón, ancá Regina, ancá Personat, ancá Fernandito o ancá Escobalito. La telera tampoco ha cambiado mucho, aunque queden en Fuentes tan pocos panaderos.

La mesa de aquel vaquero -cualquier vaquero- mostraba un buen aspecto para estar recién salida de las penurias alimenticias de los años sesenta, cincuenta, cuarenta… Las enaguas y la copa de cisco debajo de la mesa añadían al hogar fontaniego un confort inaudito. Cuatro vacas y un huerto eran suficientes para dejar atrás tiempos dignos de olvido. El que vivía en una casilla del campo, a media mañana le ponía al mulo los aparejos para llevar las cántaras al castillo de la Monclova, donde paraba el camión de la leche. Todos los días del año eran iguales entre sí, atravesando el secarral en verano o bregando en invierno por caminos de barro, atascados la mula y el carro, siempre capoteando el temporal.

Por Navidad, el vaquero -cualquier vaquero- hacía la matanza y comían las asaduras del cerdo guisadas. Para el desayuno había leche recién ordeñada, con toda la nata, y un pan riquísimo que traía el Diablo. Con manteca colorá, sabía a gloria bendita. El Diablo no era el panadero del infierno, sino de La Luisiana, que por aquellas fechas se empeñaba en hacerle la competencia a las tahonas de Fuentes. Las vacas eran como otros miembros más de la familia y ostentaban orgullosas los nombres de perlita, seca, gorriona, lagartija, mariposa, sevillana, cordobesa… Hasta la mula Catalina tenía celos de ellas.

Con mil fatigas, el vaquero -cualquier vaquero- había logrado hacerse con un tractor más viejo que Matusalén, comprado con un crédito agrícola, y con un remolque que le servía para acarrear el verde. Tenía también un trozo de tierra arrendada y, a primera hora de la tarde, arrancaba aquel cacharro y, con sus hijos y su mujer, allá iban todos a quitar yerba a los maíces de riego. Luego cogían la cosecha y la desgranaban a mano. Alguna vez habían sembrado también remolacha, avena y habas para alimentar a las vacas.

Así fue como, sin ser el hijo de Dios, el vaquero -cualquier vaquero- multiplicó los panes y los peces, que en Fuentes eran vacas y cántaras de leche, y pasó a tener ocho becerras. Después, multiplicó la tierra y sembró un huerto en ella, con el que alimentar a la familia y, quién sabe, también vender algunas lechugas, coles y habas en la plaza. ¡Con qué poco y con cuánto trabajo salían adelante! Eran capaces de agarrarse a una peseta y no soltarla ni a martillazos. Más tarde multiplicó aquellas pesetas y las usó para comprar un John Deere y una ordeñadora mecánica, el no va más de los ingenios modernos.

Fuentes entraba así de pleno en la era de las inversiones tecnológicas. Hasta doce vaquerizas ha habido en Fuentes, con más vacas que en todo el valle de los Pedroches. Pero ni por esas el vaquero lograba liberarse de la esclavitud de las vacas. Trescientos sesenta y cinco días amarrado a los pesebres, al ordeño, a los contratos draconianos de las envasadoras y a las fiebres aftosas, las brucelosis o las campilobacteriosis. Una de las peores enfermedades que ha aquejado al sector han sido desde entonces el oligopolio de las envasadoras, capaces de imponer precios imposibles. El precio ha tenido en jaque a toda la industria lechera, aunque este año, con un valor de 0,514 euro el litro, no va mal la cosa.

El problema ahora es que nadie quiere ser vaquero. Ni los hijos de los vaqueros ni nadie que no sea inmigrante. Como en tantos otros oficios, no hay relevo generacional. Criar vacas en régimen de empresa familiar no es un trabajo, sino una esclavitud porque obliga a echar doce horas todos los días del año. Por eso, dos de las cuatro vaquerizas que quedan en Fuentes, ambas de carácter familiar, están abocadas al cierre en cuanto les llegue la jubilación a sus propietarios. Las otras dos subsistirán, de momento, gracias a que su gran tamaño les permite contratar empleados de fuera. Pero incluso así tienen problemas para encontrar mano de obra.

Ya no quedan hijos como los de aquel vaquero fontaniego dispuestos a aprender un oficio sin futuro que les haga, no ya andar con las vacas por los caminos embarrados en pos de algún becerro que las preñe, sino ni siquiera a inseminarlas con jeringuilla. En aquellos años, la bravura de las reses daba más de un revolcón a los incautos, pero les gustaba ir a las casillas con becerro porque eran bien recibidos y les ponían su café con leche y sus galletas, costumbre fontaniega. ¿Cuál de ellos estaría dispuesto a esperar las tardes de los domingos para vestirse de limpio después de haber apañado las vacas y de haberse dado un baño en un lebrillo con agua fría o entibiada con una olla puesta al fuego? Todo para después coger la bicicleta BH y acudir a Fuentes, intentar echarse novia y disfrutar de la última sesión del cine Avenida.