Cuando en el siglo XVI comenzaron a fraguarse la Edad Moderna y el capitalismo, occidente necesitó crear una nueva sociedad en la que el trabajo fuese un bien de cambio. Necesitaba mano de obra que se ofreciera a cambio de un salario. Los vagabundos, pobres y personas de “mal vivir” fueron consideradas holgazanes y alborotadores. Así, se les obligó a cambiar de vida o fueron perseguidos, su cultura popular fue denostada y poco a poco a poco se fue creando una cultura “ilustrada” que tuvo su culmen en los siglos XVIII y XIX con la ascensión al poder de la clase burguesa.

Los carnavales, que hunden sus raíces en fiestas paganas y aun en la religiosidad de la Edad Media -ya sabemos cómo la Iglesia fue adaptando las fiestas del mundo clásico a la liturgia cristiana- fueron surgiendo, más bien transformándose, según iba haciéndolo la sociedad. Así, en Venecia, república de mercaderes burgueses, el carnaval fue y es de elegantes disfraces, con los que cada familia demostraba su poder y su riqueza. En Río de Janeiro, la mezcla de culturas dio como resultado la exuberancia de una ciudad llena de colorido, música y sensualidad a flor de piel. Cádiz, durante un tiempo puerta de América abierta a todo mar y a todo viento, ha sido la cuna de la picaresca, la gracia y la inventiva de un carnaval donde el pueblo tenía y tiene la oportunidad de criticar al poder, sea éste el que sea.

Junto a estos carnavales con orígenes burgueses (Venecia) o mestizaje (Brasil) están los rurales, carnavales de pueblo como el nuestro, que tienen su idiosincrasia única para las y los que vivimos en los pueblos. El nuestro siempre fue el carnaval de lo grotesco, donde hay una ley no escrita que prohíbe desenmascarar a la persona que tienes delante envuelta en ropa vieja, con el cuerpo deformado por almohadas, cojines y todo artefacto que se pueda imaginar. No voy a aquí describir la máscara que todos conocemos.

Las máscaras tienen licencia para desobedecer todo aquello que las buenas costumbres de la cultura y educación burguesas aconsejan, entre ellas el recato de las mujeres, su estar calladas mejor que hacer uso del derecho a hablar, entre otras. La mujer fontaniega en carnaval se transformaba al vestirse de máscara, saca fuera lo que guarda, muchas veces sin ella saberlo: ansias de gritar, entrar en casas ajenas, como la de la suegra, para la que aún no tiene permiso, entrar incluso en lugares prohibidos como tabernas o dirigirle la palabra a un buen mozo que la atrae. Transgredir, en resumen, el orden social establecido.

Tan fuerte es el sentimiento carnavalesco de Fuentes, que en tiempos de la dictadura, estando prohibidas, las máscaras salían a la calle sin miedo, o con él, a los municipales que las hacían correr y ocultarse donde mejor podían. Sí, nuestro carnaval es un carnaval rural de máscaras estrafalarias y con licencia para provocar. Ahora aparece ser que todos y todas nos hemos vuelto un poco burgueses. ¿O es sólo una apreciación mía?