Hay mañanas en las que el mero hecho de salir al campo te calma, me llena de una paz tan necesaria en estos tiempos tan terribles, al mismo tiempo que me invade una vieja tristeza que conozco bien. No exagero, un mundo que se queda impasible, que apenas levanta protestas ante la barbaridad, la monstruosidad de decir que se va a crear un complejo turístico en Gaza que va a expulsar de su tierra a los gazatíes a Egipto y Jordania, que apenas recuerda las guerras de Somalia, las matanzas y violaciones del Congo, la Cañada Real un año más sin luz eléctrica, los campamentos saharauis, los campos de chabolas de Almería y Huelva donde viven los emigrantes que trabajan en los invernaderos y así podríamos seguir y seguir.
Esta mañana caminando por un campo verde de trigos suavemente movidos por la brisa me he sentido extraña en un mundo que parece desquiciado. Un mundo en el que somos individuos encerrados cada uno, cada una, en su concha, sordos y ciegos a lo que nos rodea. Pienso en cuántas veces alrededor de una café o una cerveza hablamos de estos problemas para acto seguido volver a nuestras cuitas, a nuestros deseos.
Nos creemos que esos deseos son parte de lo más íntimo de nuestro ser, sin darnos cuenta que se nos han ido imponiendo, junto con la idea de lo que significa ser alguien, ser un triunfador, aunque eso signifique solo tener un coche de alta gama, que no sé qué es, una segunda vivienda con piscina y, si es posible, teletrabajar y así vivir aislado y no crear mucho compañerismo y, de paso, no crear conflictos laborales.
Podréis pensar que no estoy muy optimista esta mañana, pero la realidad me ha dado una bofetada ante la belleza del campo. Suele pasar, recordándome que no es que el futuro sea oscuro, sino que las nubes negras están en el horizonte amenazando el verdor y la belleza que el campo ofrecía ha cambiado de bando.