La vida duele, pero es bella. Eso dicen los que quieren convencerte de que merece la pena seguir sin desfallecer. A veces se hace muy difícil decírselo a aquellos que sufren las consecuencias de lo que otros han provocado: guerras, pobrezas, soledades no deseadas, desigualdades, desahucios... Muchas de esas circunstancias, la mayoría de las veces, son consecuencias una de la otra, en una cadena inevitable de una sociedad que nos engaña con la idea de que el capitalismo crea abundancia. Lo que crea en realidad es abundancia para unos pocos y pobreza para la mayoría. Porque, qué sino, la falta de viviendas al alcance de la mayoría, alquileres inalcanzables, son carencias, igual que la pobreza del sur global.
No, no voy a hablar esta mañana de algo que todas sabemos, de algo que nos nubla la belleza de la vida, porque es verdad que la vida es, a veces, bella a pesar de que nos la quiera joder gente sin corazón. Prueba de la belleza de estar viva la tuve ayer contemplando la puesta de sol allá por los cerros de San Pedro, un sol que se ocultaba en el horizonte soñando dormir bajo el mar que una vez anduvo cubriendo cerros y futuros caminos. Una nube en forma de tiburón intentaba cambiar el color rojo por el verde del océano.
En esos momentos, la imaginación nos salva de la fragilidad. La imaginación, como la palabra leída, narrada, es un milagro que nos hace llegar a lugares inesperados, nos cambia la mente de forma irreversible, nos hace vivir vidas de otros, a la vez que nos ayuda a vivir la nuestra. Leamos, pues, si queremos que la vida sea a veces, muchas veces, bella, miremos descubriéndola a la naturaleza si queremos que regale belleza que nos hace sentir que somos parte de ella, que sin ella no somos. Sí, la vida duele, pero es bella.