Sin Rosario Cantalejo, conocida como la Macha, la posada de Fuentes hubiese sido otra muy diferente. Rosario la Macha era la posada y la posada era Rosario. La posadera era una mujer bajita, metidita en carnes, de pelo largo recogido con un rodete, vestida de negro, pegada a su aparato de radio. La posadera era una mujer muy acogedora, plantada en el centro del gran salón del establecimiento, al lado de su amplia mesa y su buena estufa de cisco. El carbón calentaba la casa. Rosario la Macha era aficionada a la lotería. Querida por sus familiares, "los Castaños", su hermano Eduardo siempre acompañado de Lola, su perra turca de pelo negro. Rosario, la pobre, arrastrando los achaques del azúcar.
La posada de Rosario la Macha estaba en la calle Mayor, frente a la plaza de abastos, donde ahora encuentra aposento la que llaman "María la fresca", plaza de Andalucía por más señas. Viendo el lugar que antaño ocupaba la posada y ahora está el aparcadero de coches, diríase que los espacios están predestinados a un solo cometido. Imagínense ese aparcadero ocupado por carros, borricos, mulos, caballos... y se estarán acercando a lo que fue ese lugar hace casi cien años, en torno a 1930 o 1940. No se extrañen si de uno de esos flamantes todoterrenos aparcados ahí brota un rebuzno en vez del ronquido del motor. Todo cambia en apariencia, pero en el fondo todo permanece en su ser. Como permanece la posada en la memoria de muchos fontaniegos que pasearon por aquella ajetreada acera o penetraron en los arcanos de sus aposentos.
La posada fue durante muchos años en Fuentes el establecimiento económico de hospedaje por excelencia. En ella encontraban albergue viajeros, comerciantes, feriantes y agricultores y ganaderos en tratos... Hombres de paso con la cabeza cubierta con gorra o sombrero, el cuerpo ceñido por chaleco corto, la faltriquera abultada, escuálida la maleta de cartón y, en el patio de las bestias arrimadas al pesebre, el carro de mulo o el burro con serón, jáquima y collera... Clientela de pelaje variado tenía por aquellos años la posadera más afamada de Fuentes. Era raro ver por allí a otros personajes de paso, como los arrieros, porque solían dormir bajo el cobertor de las estrellas por mantenerse al cuidado de sus mercaderías.
La afluencia de aquella pensión estaba sometida, como todo, a la jerarquía social de la época. Estaban los mayetes acomodados, que entraban en Fuentes camino de la posada por la calle Mayor, la Carrera o el Cerro. Lucían con orgullo bonitos caballos y carruajes y ocupaban los mejores aposentos del albergue. El resto de la clientela de Rosario la Macha la componía una modesta trupe de campesinos, comerciantes venidos a menos, y viajeros de ocasión y turroneros trota caminos de feria en feria. Uno de estos últimos era Benito, turronero ecijano fiel como ninguno a la feria y los carnavales de Fuentes. Vestía aquella recua de pasantes formas modestas, modales rudos y gusto por el juego y la bronca.
Ante ellos aparecía la fachada de la posada compuesta, a la izquierda, por un local usado de taberna. A la derecha de la taberna aparecía el arco de acceso a la posada, cuya puerta lucía a ambos lados piedras blancas protectoras de la arcada y zócalo colorado. Arriba, balcón, y abajo, puertecita que comunicaba con la vivienda de Rosario. El tejado era arqueado y de tejas árabes. Vista desde la plaza, la posada parecía una obra de arte árabe. Ése era el aire que infundía su edificio antiguo, elegante. Dentro, contaba la fonda con un salón amplio, rectangular, de techos altísimos dotado de muy buenas vigas. A la entrada tenía una cancela de hierro, grandísima, elegantísima, preciosa, en forma de arco. Aquella cancela le daba elegancia a la posada. Al trasponerla, a mano izquierda del salón, había dormitorios y la cocina. De frente estaba el corredor también de altos techos y arcos, y al fondo, el patio lleno de flores y el pozo. A la derecha de este corredor quedaban los descarcaderos. A la derecha del patio empedrado aguardaban el pilón y las cuadras. Después de atravesar otro arco se descubría el gran corral que daba fin a la posada, que también tenía un grandísimo soberao.
Rosario la Macha no fue la primera posadera. Antes de que Rosario la Macha enviudara y se hiciera cargo de la posada, la regentó por unos años junto a su marido, Manuel López. El matrimonio llegó a Fuentes procedente de Sevilla, donde habían sido hortelanos y tenido ganado sobre los difíciles años 50. Tan fuertes que llegaron desde Sevilla andando. Manuel López era un hombre alto, fino y famoso por la educación que traía, presto a trasladarse a lomo de su burra. Rosario Cantalejo y Manuel López tuvieron tres hijos. Al principio regentaron la taberna de la posada, junto a la puerta de entrada, a la izquierda y después se quedaron con todo el negocio, que compaginaron, con ayuda de sus tres hijos, con la agricultura, la huerta y la ganadería. Los hijos se llamaban Cristóbal, Adolfo y Manuel, tres posaderos duros como el acero. Vivían para trabajar, afanados como ellos solos, auténticos titanes de la tierra. Aunque en verano cayera el sol a plomo sobre sus lomos, ellos no dejaban de lado las tareas del campo.
Manuel López y Rosario la Macha habían recibido la posada en traspaso de Plácido Lora, el anterior posadero. Plácido fue un hombre tranquilo y prudente, reflejo del nombre que le precedía, viudo de su primera mujer que tomó a Pilar como segunda esposa. Plácido tuvo dos hijos, Juan y Pepe el Tate, también conocidos como los posaderos. Eran dos chavales con mucha energía, llenos de actividad, avispados y ardientes. Cuando allá por los años 50 Plácido dejó la posada en manos de Manuel y Rosario se fue a vivir frente al arco de las monjas. Su hijo Juan emigró a Zaragoza, donde trabajó a la fábrica Balay, y Pepe "el Tate" trabajó en la hermandad de labradores de Fuentes.
La decadencia de la posada llegó cuando el carro y la caballería dejaron de ser los medios de transporte y los coches a motor empezaron a circular por las carreteras a velocidad incompatible con el regateo pausado de las tabernas y con el reposo sosegado en los cuartos de altos techos de las posadas de pueblo. Rosario se fue encogiendo al tiempo que languidecía su negocio de toda la vida. La posada mantuvo el favor de la clientela hasta bien entrados los años 70, pero cuando comenzaron los 80 quedó muerta y tuvo que cerrar. Antes del derrumbe que abrió este enorme vacío en nuestros recuerdos y el boquete urbanístico que aún se observa en ese tramo de la calle Mayor, en 1999 el edificio y su descargadero sirvieron para albergar algunos puestos del mercado de abastos mientras se hacía la plaza nueva. Fue su última contribución a la modernidad. La vida evoluciona, dicen.