Entre todos los regalos con los que la primavera nos obsequia, siento especial predilección por esas flores silvestres, humildes, discretas, “vulgares”, con nombres apenas conocidos. Crecen en las cunetas, en los bordes de los campos y de los caminos. Como los jaramagos, tapizan los baldíos. Pasan desapercibidas y muchos las califican como dañinas. A buen seguro, algunas de estas especies vegetales resultan poco recomendables y causan perjuicios a agricultores, a jardineros y a quienes se ocupan del mantenimiento de caminos y carreteras… pero no puede ya concebirse el paisaje sin ellas.

Con la primavera, estas “malas hierbas”, esas que crecen “donde no deben”, donde no se las quiere, se hacen presentes en todos los rincones y, pese a las “molestias” que causan a algunos, nos compensan a todos con la belleza de sus flores. Fiel al ritmo de los días y al cotidiano repetirse de las estaciones, con esa precisión con la que los sabios calculan el incesante movimiento de los astros, la primavera comienza puntualmente -los astrónomos han previsto que durará 92 días y 18 horas- y que terminará en junio para dar paso al verano. Pero en la práctica, la primavera lleva ya entre nosotros unas semanas desde que las lluvias regaron generosamente la tierra y el sol la ha hecho renacer.

Esta mañana he estado paseando por la cañada del Alamillo, una de las veredas olvidadas, como tantas. Los verdes tenían belleza y vitalidad de adolescentes y se paseaban por las besanas, fatigándolo todo. He tomado la vereda que lleva hasta el eucalipto de la Madre. Las veredas del campo, sendas humildes hechas con pasos ajenos. Mis pies obedecen a esas viejas pisadas de otros hombres y, a la vez, afirman el camino para otros que vendrán algún día a transitarlo. Así constatan, como pocas cosas, el sino del hombre: seguir y crear.

En el arroyo que hace linde con el trigal se agolpaban rosales silvestres, mastranto, espinos blancos, malvas, vinagreras, lirios… Y entre ellas, flores anónimas que se prenden de abril en sus mañanas. Esas que lo inundan todo con su color y su nombre clandestino. Sólo sabemos de ellas su querencia por lindes y ribazos, pero desconocemos cómo se llaman. La gente del campo las nombra, como si nada "gardenchas, rosales silvestres, aulagas, mocos de pavo, gamones…"

Estas flores de nombres ignorados se pierden, por la humildad, y por eso agarran en lo menos evidente. Voy andando entre los carriles del ganado y las veo emerger de entre las palmas haciendo del aire, con su breve olor, una cañada de hermosura. Cuando las descubro hago una parada en mi paseo para admirar esas pequeñas flores y después agradezco de corazón a la primavera que colonice con frutos de belleza hasta lo más inhóspito. En su humildad, sin embargo, llevan también su desgracia porque no saber cómo se llaman quita a los hombres apego y nadie se lamenta si una de esas flores desconocidas es tronchada por el pie, las ruedas de nuestros coches o los cascos de la yegua del pastor.