Hay un ciclo agrícola de la tierra, productivo, del que se habla continuamente. Hay otro ciclo, el natural, del que se habla menos, a no ser que sufra sequías u otras calamidades. Y otro ciclo más, el de la propiedad, del que se habla poco y casi siempre en voz baja. Este último resulta bastante desconocido, extraño muchas veces, y con frecuencia sigue caminos intrincados y sembrados de trampas. El ciclo de la propiedad de la tierra es un campo minado sobre el que conviene moverse con extrema cautela.
Como casi todo lo relacionado con el dinero, el ciclo de la propiedad de la tierra cumple una ley universal según la cual a los periodos de acumulación le siguen otros de disgregación. Unos atesoran y otros dilapidan. A una fase expansiva le sigue otra regresiva, según vengan los vientos generales de la economía y los humores o la inteligencia de quienes manejen los cuartos. Unos son austeros y otros manirrotos. Unos disfrutan guardando y otros gastando.
En Fuentes, por lo general, la propiedad de la tierra tiende a la estabilidad. No hay grandes vaivenes, principalmente por la raigambre que le confieren al mercado de las tierras los grandes propietarios. Sólo el Castillo acumula 11.000 de las 33.000 fanegas, un tercio del término municipal. En cifras, eso se ve en que sólo una pequeña parte de las 33.000 fanegas que tiene el término de Fuentes cambia periódicamente de propietarios. Es una parte pequeña, pero suficiente para que siempre haya un trasiego de compraventa.
Según las fuentes consultadas (corredores y compradores) entre 150 y 200 fanegas al año forman ese pequeño mercado que sirve para que unos compren y otros vendan, para que unos acumulen y otros disgreguen. El momento clave de este trasiego de la propiedad suele ser el reparto de la herencia. Muchos herederos venden, bien porque no les interesa el campo, bien porque la cantidad de tierra recibida no es suficiente para vivir de ella.
A veces el comprador puede ser otro de los herederos, que amplía su parte adquiriendo lo que les haya correspondido a los hermanos. Sólo a veces. Lo habitual es que los negocios en la familia salgan mal. Los tratos suelen hacerse con extraños. Muchos herederos, especialmente los hijos, aplazan la venta unos años por respeto a los fallecidos, pero con el tiempo, si no son agricultores, acaban cediendo a la enajenación. En cambio, los nietos venden rápido. Otra peculiaridad es que los precios casi nunca bajan. Quizá por eso los propietarios no suelen tener prisa por vender: la tierra siempre valdrá más.
Al contrario que los ciclos agrícola y natural, el de la propiedad es muy lento. Quienes conocen el sector hablan de entre sesenta y ochenta años. Ese es el tiempo que dura el proceso de acumulación-explotación-disgregación. Dos o tres generaciones, aproximadamente. El tiempo que transcurre entre que una persona adulta compra tierras, las explota, tiene hijos que se hacen mayores, se jubila y muere. Ahí se produce el primer reparto entre los descendientes. En el pasado de muchos hijos, el reparto deshacía por completo el patrimonio de un mayete que tuviera cuarenta o cincuenta fanegas. Ahora, con menos hijos, el reparto es menos disgregador, pero también ha aumentado la cantidad de tierras que una familia necesita para vivir del campo. Antes, con cuatro o cinco fanegas vivía una familia. Ahora necesita más de 60. Con los aperos necesarios, un mayete lleva cuarenta o cincuenta fanegas trabajando poco más que los fines de semana.
El reparto de la tierra entre varios herederos está detrás de mucha emigración de los años sesenta del siglo pasado. Los profesionales consultados aseguran que aquellos años vieron el mayor trasiego de compra-venta de tierras de la historia reciente de Fuentes. Cinco o seis familias no podían vivir, cada una por su cuenta, de la herencia recibida de los padres, por lo que empleaban el dinero de la venta en hacer frente a los gastos del viaje y de los primeros días en la ciudad de acogida. La otra cara de esa moneda de la emigración fue que hubo quien aprovechó para acumular importante patrimonio a buen precio.
La llegada de la mecanización fue otro factor de aquel fenómeno que cambió la propiedad de la tierra. Especialmente entre los ricos, por lo general poco dispuestos a innovar y a echarse al campo de sol a sol para pelear cosechas. La cultura aristocrática que habían mamado desde la cuna les decía que el trabajo era indigno de su condición. Así, muchos de los mayores patrimonios agrícolas de Fuentes acabaron en manos de empresas o fondos de inversión y los señoritos instalados en confortables pisos del barrio de los Remedios de Sevilla. Viviendo de las rentas que sus padres y abuelos les dejaron. Disgregaron el patrimonio y volvió a empezar un nuevo ciclo.
Ahora, sin que apenas se note, continúa el ciclo de acumulación-disgregación de patrimonios agrícolas. Medianos y pequeños patrimonios porque los grandes o no están en venta o están fuera del alcance de las carteras locales o las fincas están demasiado lejos para explotarlas directamente. Los que atesoran nuevas tierras no suelen ser agricultores, sino albañiles de éxito, ganaderos en retirada y profesionales liberales. Para hacerse con una finca relativamente grande hay que irse, por lo menos, a Marchena, Écija o La Campana.
Los momentos de crisis son los más propicios tanto para la disgregación como para la acumulación, dos fenómenos que van unidos por razones obvias. A río revuelto... Muchos en Fuentes invierten ahora sus ahorros en tierras porque es el valor más estable y seguro del panorama económico. Por eso hay más demanda que oferta, lo que provoca que los precios estén altos. Varían mucho de una tierra a otra y de la posibilidad de tener agua o no. Una fanega de buena tierra puede costar 12.000 euros, según profesionales del corretaje. Por 9.000 euros se puede adquirir una fanega de mediana calidad y, si es mala, por 6.000 euros.