Sale de su encierro poderosos y bello. Es un huracán de poderío, como si del minotauro cretense se tratara, creyéndose libre. No sabe que el hilo de Ariadna solo podrá servir a los humanos, no fue tejido para él. El sol lo ciega, solo puede apenas ver el rojo que pronto será el color de su propia sangre, presente en el nacimiento y la muerte. Busca inútilmente la brisa que trae olor a heno recién cortado, a jara y tomillo. Poco a poco va dándose cuenta que solo existe la soledad a su alrededor envuelta en un rumor desconocido. Un hombre con figura de bailarín se le acerca y juega con él, lo humilla mientras las voces que antes eran un rumor exclaman extraños sonidos, no sabe muy bien si de júbilo o de miedo.

Todo es confuso, siente cómo le hiere desde la altura un ser mitad hombre mitad caballo. El minotauro ha cambiado de bando. Ese que creyó ser, que, sin embargo, hace que su preciosa sangre mane de su robusto cuerpo que cada vez está más debilitado. No sabe por qué lo maltrata, por qué lo hiere. No acaba aquí la tortura. Unas figuras parecidas al bailarín del principio le clavan dardos como fuego para luego ser otra vez humillado y engañado, mientras el dolor es insoportable. Pero he aquí que mientras ocurre todo esto, el hombre que lo humilla se muestra arrogante, chulesco, valiente ante su nobleza, ante de debilidad que le impide defenderse como el ser poderosos que es.

Su belleza milenaria se va apagando al mismo tiempo que el bailarín, ignorando su dolor, adquiere protagonismo. Aplauden al torero, así ha oído que le llaman al pasar cerca de unas tablas donde se refugian los que antes le clavaron dardos ardientes. Cómo, piensa, pueden aplaudir, admirar a este ser que me lleva a la muerte, mientras que soy yo el que sufre, el que obedece pacientemente para que él sea admirado, ovacionado entre  músicas y palabras que salen de bocas sensuales, deseosas de sentir la sangre en su paladar.  

Cómo puede hacerme esto y mostrarse orgulloso ante mi tortura. Yo que soy, era, un ser bello, arrogante, libre y ahora me veo perdiendo mi dignidad, embistiendo a un color que me guía entre las tinieblas que me van invadiendo.

Por fin ha terminado mi dolor, en los últimos estertores veo cómo el torturador es aclamado y aplaudido. No entiendo nada, me arrastran por la arena, a lo lejos veo un campo cubierto de amapolas donde brilla el sol y mi madre me espera mientras pace plácidamente entre la hierba.