A raíz del artículo de Manuel Ramírez en este periódico me ha venido a la memoria el texto que, con otro nombre -era un certamen literario- presenté al colegio Santa Teresa, texto que he revisado y actualizado. En esa ocasión la llame Rosario, pero hoy quiero reivindicar su nombre. El nombre de una mujer valiente y sufridora: Luisa  la de las tortas.

Terminada la sopa de cada noche salíamos a jugar a la calle sin importarnos si hacía frío o calor. Conforme iba pasando el tiempo y se acercaba la hora, nuestros oídos se agudizaban para ver quién era el primero que oía antes el pregón: “Tooortas y entornaos calienteees”. “Ya viene, ya viene”. Cuando aparecía arriba de la calle, la chavalería dejábamos de jugar y juntos en tropel acudíamos a su lado. Era una sensación que nos hacía sentirnos partícipe de la noche.

En verano nos calmaba el hambre y nos permitía estar jugando cerca de las reuniones de nuestras madres que, sentadas al fresco, nos transmitían protección y libertad a partes iguales. En invierno era la excusa perfecta para permanecer más tiempo en la calle. Había que esperar el pregón para, antes de irnos a dormir, poder terminar la cena que quedó interrumpida con la sopa, interrumpida porque en nuestros estómagos infantiles siempre quedaba un hueco esperando la torta o el entornao.

Empinados, asomábamos nuestros ansiosos ojos infantiles al interior del canasto que colgaba de su brazo robusto. Todo en ella era robusto, grande, ancho: su espalda, sus manos, sus pies. Siempre vestida de negro y con una expresión de cansancio en el rostro, como si hubiese nacido así, como si hubiese sido hecha para arrastrar sus pies por las calles en la noche y traernos las tortas y los entornaos calientes.

Poco a poco íbamos eligiendo nuestra torta, nuestro entornao, ella iba memorizando quién elegía una cosa, quién elegía otra para que a la mañana siguiente al ir a cobrar a las casas no hubiese confusión ni engaño.

Cada mañana aparecía por casa con su canasto colgado del  brazo, era parte de ella, con los restos de la venta mañanera, pues también pregonaba al amanecer su mercancía, esperada por algunos para el desayuno antes de acudir al colegio. Se sentaba en la cocina donde mi madre trajinaba y entablaban una conversación que nos parecía enigmática, a veces susurraban misterios insondables para nuestra curiosidad de niños. Mientras nosotros desayunábamos el tazón de leche con pan tostado, no nos correspondía el pastel, la torta o entornao ahora; mi madre pagaba nuestra deuda nocturna y compraba alguna torta para la merienda.

Tiempo después, cuando había muerto, supe que a “Luisa la de las tortas” le habían asesinado al marido en el 36 y que, viuda y con seis hijos, tuvo que salir a pregonar en las frías noches de invierno tortas y entornaos calientes que una buena mujer le dejaba para ganarse unas pesetas. También me contaron que la noche que murió el responsable de la muerte del marido regaló una torta a mi hermana, yo tenía fiebre y no pude salir a jugar, no pude ser objeto de regalo.

No me dijo mi madre por qué había regalado una torta a mi hermana hasta pasados unos años, cuando, según ella, tuve edad para comprender la alegría que sintió Luisa al saber que el verdugo de su marido había muerto, aunque hubiese sido de muerte natural; esa alegría le dictó el gesto del regalo a la hija de la mujer que la escuchaba cada día. Esa misma alegría hizo que se sintiera con fuerza para enfrentarse al entierro para gritar "¡asesino!" al culpable de la muerte de su marido.

A la mañana siguiente, cuando apareció en la cocina, hablaron en susurros, pero con una sonrisa en los labios. Mis hermanos y yo no entendíamos nada en esos momentos, pero intuíamos que algún día, cuando fuéramos mayores, entenderíamos ese misterio… y muchos más.