“Un hombre adulto, una adolescente y otros parientes cercanos quedaron fosilizados en una cueva de Rusia. Podría ser la familia más antigua de la historia”. (Noticia aparecida hace unos días en National Geographic).
Hace 50.000 años, una noche templada de lo que mucho tiempo después se llamaría otoño, un padre de prominente mentón, robusto, contempla a su hija dormir plácidamente junto al fuego. Mientras, un poco más allá, una niña de la edad de su hija dormita en el regazo de un anciano de cuarenta años. Las dos niñas se parecen, las madres eran hermanas, nacieron con pocos días de diferencia.
La madre de una murió en el parto, todavía no entienden por qué los partos son tan distintos, tan difíciles, tan distintos de los de las otras hembras. La madre de la otra niña se marchó con otra tribu que pasó días atrás cerca de la cueva... Ellos se habrán ido, desaparecido, para cuando comprendamos, para cuando sepamos, que el precio de andar erguidas, erguidos, será el que las mujeres tendremos que pagar con nuestro dolor y nuestra sangre.
El anciano mira el fuego y ve, ve lejos, muy lejos, adivina el futuro, un futuro en el que él no estará, ni él ni todos los que ahora son como él. Los demás no lo saben, pero el final de la especie, de los neandertales, está cerca porque que son 50.000 años en la historia del planeta, en la historia de los homínidos.
Hace unos días apareció una noticia: se había encontrado un grupo de neandertales que por el ADN se trataba de un grupo familiar. No pude dejar de estremecerme con la notica. Tengo una relación extraña con esta especie desaparecida. A veces la siento tan cercana que creo vivir en dos mundos diferentes. Pero no es por eso que escribo ahora. Escribo porque pienso que, igual que los neandertales que se fueron extinguiendo poco a poco, así nosotros los homo sapiens nos extinguiremos, pero a diferencia de nuestros primos, seremos nosotros los responsable de nuestra desaparición envueltos en nuestra basura, nuestro aire irrespirable y nuestra agua ¿Qué agua, si apenas queda?
