"En Fuentes la lucha diaria era encontrar dónde echar una peoná que te asegurara el sustento diario. Por eso, en 1972, tres años después de regresar de Francia, me marché a Barcelona, donde había trabajo para elegir. Allí, miles de andaluces dedicábamos todos nuestros esfuerzos a sacar adelante a la familia y a comprar una vivienda, para lo que estábamos dispuestos a echar más horas extras que tenía el reloj. En ocho años, tirando adelante con cuatro hijos, ya había ahorrado 300.000 pesetas para la entrada, compré un piso en el barrio de la Sagrera y, doce años más tarde, en 1992, lo acabé de pagar casi sin esfuerzo, algo que ni en sueños habría logrado de haber seguido en Fuentes".

En agosto de 1972, Paco Bejarano sube al "catalán" para asistir a la boda de su hermana. Viaja con su mujer y su hijo mayor. El proyecto era disfrutar de la boda, dejar al niño, de 14 años, colocado en un taller de carpintería y regresar el matrimonio a Fuentes, donde había dejado a los otros tres hijos, dos niños y una niña. Pero los planes cambian una vez llegados a Barcelona. La madre y los hermanos convencen a Paco de que el futuro está en Barcelona, que pruebe suerte y que siempre tendrá tiempo de regresar a Fuentes si no le va bien. Allí sigue todavía.

"La idea de emigrar a Barcelona la tenía en la cabeza desde que regresé de Francia. Todo el mundo en Fuentes tenía el mismo horizonte en aquellos años de principios de los setenta. Pero mi intención era esperar hasta que los niños crecieran. ¿Qué iba a hacer yo en Barcelona con cuatro niños chicos? La cosa se precipitó con la boda de la hermana, el verano de 1972. Íbamos para volver y me quedé para siempre. Suele decirse que los inicios son siempre difíciles para el emigrante, pero en nuestro caso lo difícil era permanecer en Fuentes. En Barcelona lo único malo era la vivienda. Sobraba trabajo, la acogida era buena, seguíamos rodeados de nuestra gente y teníamos un futuro prometedor.

No sabría decir si aquel agosto de 1972 hizo mucho o poco calor cuando viajábamos en el "catalán" atestado de andaluces camino de Barcelona. Supongo que hizo mucho calor. Los trenes carecían de aire acondicionado. Posiblemente el aire acondicionado estuviera aún por inventar. Calor era lo que pasábamos en Fuentes, segando a las cuatro de la tarde, y no allí sentados a la sombra en aquel tren de asientos corridos de madera. Cuatro pasajeros frente a otros cuatro, casi sin poder movernos durante más de 24 horas. A veces, con la cabeza de un extraño apoyada en el hombro, a ratos comiendo un trozo de morcilla o de queso con la fiambrera sobre las rodillas.

Paco Bejarano

Por debajo de los ronquidos y del traqueteo casi podíamos oír las preguntas que retumbaban en las cabezas de los pasajeros. ¿Qué haremos en Barcelona, cómo será la vida en una ciudad tan grande, dónde trabajaré y cuánto me pagarán, me gustará la comida? De pronto despertabas con un repullo inquieto. Los ocho ocupantes del departamento guardábamos vigilia o dormíamos de forma intermitente. De pronto, despertábamos inquietos y cruzábamos miradas de circunstancia, entre suspiros de aburrimiento e incomodidad. En los pasillos había gente sentada en las maletas o tendida en el suelo porque no tenía reserva de asiento. Oleadas de olores desagradables recorrían los vagones, unas veces de chorizo, otras de orín, las más de las veces de sudores agrios mezclados con el humo y la carbonilla de la locomotora que se colaba por las ventanillas y picaba en la nariz.

Sin embargo, yo no me hacía ninguna de aquellas preguntas que atormentaban a la mayoría de los compañeros de viaje. Sabía cómo era la vida en Barcelona porque la había visitado unos años antes, en uno de los viajes de vuelta de Alemania. Era una ciudad industriosa, de vida gris y agitada por una obsesiva actividad laboral, de mañanas húmedas y carreras para no perder el tranvía, de bocadillo de mortadela envuelto en hojas de La Vanguardia, periódico que publicaba todos los días un sinfín de páginas con ofertas de empleo. Muchos obreros en el metro ojeaban La Vanguardia con un lápiz entre los dientes para marcar los anuncios de trabajo más golosos, mientras por los pasillos los vendedores voceaban "¡el golé, el golé!", unas hojas volanderas que ofrecían los resultados de la jornada de fútbol y la quiniela.

Tampoco me preguntaba por lo que haríamos en Barcelona. En la maleta portaba el documento que me acreditaba como encofrador, pero la intención del viaje estaba clara: boda, encontrarle un trabajo de aprendiz al niño y vuelta sobre nuestros pasos. Con catorce años ya se podía trabajar en aquellos tiempos. En la estación de Francia no había nadie esperándonos. En el taxi que nos llevaba al diminuto piso donde vivían mi madre, tres de mis hermanos y tres primos aún sentíamos en el cuerpo el vaivén y el traqueteo de tren, sensación que tardaría varias horas en desaparecer. El sobreático de la calle Decano Bahí donde dormimos aquella primera noche me pareció acogedor, aunque visto desde el tiempo podría ser asimilado a lo que hoy se conoce como un "piso patera".

Paco Bejarano, a la izquierda, con 22 años, haciendo la mili en Nador

No tardaron en llegar los ruegos para que nos quedáramos en Barcelona. ¿Para qué esperar a que los niños fuesen mayores? En Barcelona había colegios para los chicos y trabajo para los mayores. La principal dificultad era la vivienda, pero ya nos apañaríamos como fuese. Me convencieron. Mi madre estaba cansada de tenernos lejos y creía que lo mejor era estar juntos. Ella, que viajó a Barcelona sin ningún entusiasmo, nos pedía que dejáramos atrás el pasado de Fuentes. Terminada la boda, mi mujer regresó con el encargo de recoger a los niños y volver a Barcelona para las navidades. Mi madre y mi hermana se ocuparon de preparar todo los necesario para instalarnos en un pequeño apartamento de alquiler. De inmediato encontré trabajo en Fomento de Construcciones y Contratas.

De entrada, elegí trabajar de peón de albañil, en vez de hacerlo como oficial encofrador, tarea que había ejercido durante nueve meses en Francia. Sabía que cada territorio aplicaba técnicas del oficio diferentes y no me atreví a entrar directamente como oficial. Dos meses trabajando de peón y observando cómo encofraban los compañeros me dieron suficiente confianza para pedir que me pasaran a ejercer como oficial. Pero la empresa me respondió que era poco tiempo para proceder al ascenso de categoría, por lo que pedí la cuenta y al día siguiente, con 38 años, estaba como oficial encofrador en una gran obra de Granollers. De encofrador me jubilé en 1999.

Entre la llegada a Barcelona y la jubilación habían transcurrido 27 años de trabajo ininterrumpido. Un trabajo duro de esfuerzo y concentración. Encofrar exige un esfuerzo extraordinario porque andas todo el día subiendo y bajando andamios, manejando gruesos tablones de madera llenos de astillas, pesados martillos, clavos, tenazas... Exige concentración porque te juegas la vida en cualquier despiste. Uno de aquellos descuidos me costó un dedo de la mano izquierda. Otros despistes se saldaron con simples sustos. Trabajar veintisiete años trepando andamios deberían equivaler a cien años manejando papeles en una oficina, pero el sistema dice que no. A la hora de fijar los salarios o establecer la jubilación da igual el oficio que estés ejerciendo.

En la construcción teníamos un convenio colectivo aceptable, aunque muchos compañeros seguían teniendo miedo a exigir los derechos que les reconocía. Gracias a ese convenio, que entre otras cosas ligaba la subida de los salarios a la inflación, conseguí pagar el piso casi sin enterarme. La inflación de entonces era similar a la de ahora, de un doce o un catorce por ciento cada año. Pero yo había suscrito una hipoteca con cuota fija, por lo que cada año me resultaba más fácil hacerle frente a la letra del piso. Sólo los dos primeros años sufrí aprietos por la hipoteca. En Barcelona tuvimos otros dos hijos, seis en total.

Desde el punto de vista cultural, la llegada a Barcelona no supuso ningún choque. En realidad, los andaluces que trabajábamos en la construcción vivíamos en especies de burbujas andaluzas trasladadas a otro territorio. A Cataluña se le llegó a llamar la novena provincia andaluza. En la obra no tratabas más que con andaluces, murcianos o extremeños. Incluso la mayoría de los encargados eran de otras tierras. Catalanes, ninguno. Si acaso, los aparejadores o los arquitectos, pero nosotros con ellos no tratábamos. Los catalanes trabajaban principalmente en la industria: SEAT, talleres metalúrgicos, laboratorios de farmacia, despachos, comercios... Había poco tiempo para hacer amigos. De casa al trabajo y del trabajo a casa. Los amigos de la juventud quedaron en Fuentes o se fueron desperdigando por ahí, cada uno afanado en buscarse la vida. Cada uno en un mundo nuevo y diferente.

Fiel a mi trayectoria política y sindical, al poco tiempo de llegar a Barcelona me afilié al Partido Socialista Unificado de Cataluña (partido hermano del PCE) y a CCOO. Dejé de cotizar en el PCE de Fuentes y pasé a hacerlo en el PSUC. Seguíamos en la clandestinidad, aunque la dureza de la represión franquista empezaba a flojear ante el evidente deterioro de la salud del dictador. Militaba en la célula de mi barrio y nos reuníamos, después de tomar todo tipo de precauciones para no levantar las sospechas de la policía, en el bajo de un viejo edificio de la calle Sagrera. Sabíamos que sin Franco la dictadura tocaba a su fin. Estábamos a un paso de la ansiada democracia. Pero la historia de la transición merece capítulo aparte.