Entre los años 75 y 95 del siglo pasado los emisarios de dos grandes imperios del mundo editorial, inundaron la Tierra de P.V.D.E.A.C. Las siglas no responden a ningún pegamento supersónico, sino a unos plastas de cojones que iban aporreando las puertas con el objeto de colocarte una enciclopedia, o sea, eran Putos Vendedores De Enciclopedias A Crédito. Una de estas gigantes editoriales decidió que el producto estrella de la campaña de Reyes de aquel año sería un lote de tres “bestsellers” de semi actualidad al precio de 3.000 pesetas, a pagar en cómodos plazos. Para la preparación de estos lotes decidieron contratar los servicios de un operador logístico y, en representación de la empresa para la que trabajaba, fui citado un determinado día a las tres de la tarde en las instalaciones de la editorial al objeto de elaborar una oferta convincente.

Como era la primera vez que iba y las indicaciones que me dieron no eran muy precisas, a la una del mediodía en vez de ir a casa pensé que lo mejor sería ir directamente a la cita y, una vez localizado el lugar, buscar por los alrededores un sitio apropiado para comer. Llovía a cantaros, había una neblina espesa que dificultaba la circulación incluso por autopista, por lo que el viaje, aunque corto en kilómetros, fue muy pesado.

Conecté la radio para hacerlo más llevadero y, al subir un poco el volumen el aparato dijo, “bienvenido a nuestro programa “Música de los 60 y menos”, e inmediatamente empezó a sonar una canción de aquellos tiempos que llevaba por título La Puerta Verde.  La localización del lugar resultó algo dificultosa. Después de varias vueltas y revueltas, en un momento en que la niebla se disipó, vi en lo alto de un promontorio un gran cartel que indicaba que tenía a no más de 300 metros el lugar que buscaba.

Estaba en aquel momento al lado de una gasolinera y decidí pararme allí e iniciar la búsqueda de lugar donde echarle algo al buche. Había dos opciones. Subiendo por un caminillo de tierra, un poco en alto y en solitario, una casona grande ostentaba un rótulo luminoso, muy apagado, por cierto, donde decía “MASIA DEL SIGLO XV. Restaurante Ofrecía un menú de días laborables al razonable precio de mil pesetas. El euro aún estaba por llegar.

Entré a fisgonear. El comedor era grande y la mayor parte de las mesas, alineadas en perfecto orden, estaban vacías. Los escasos comensales era gente de corbata, de la que habla en voz baja, utiliza los cubiertos para todo y mira de reojo a los que entran, sin girar la cabeza. Gente que conserva siempre la compostura, lo que no presupone obligatoriamente que sean buenas personas. Le pregunté a un camarero que pasó por mi lado dónde podía sentarme para comer. El interpelado me echó una mirada larga y enigmática, como si le sorprendiera verme allí, y me dijo, con voz aún más enigmática “está todo lleno”. Pero, bueno ¿piensa que soy miope? Tiene usted el comedor completamente vacío. “Como puede comprobar el señor, todas las mesas tienen cartel de reservado, aunque están vacías. Puede usted probar en el otro sitio”.

El otro sitio era la gasolinera. Adosado al cobertizo que cubre los surtidores, un edificio de exiguas dimensiones albergaba la tienda y el restaurante. Las paredes fueron blancas algún día. La impresión que el tugurio causaba, visto desde fuera, era deprimente. Conozco mucha gente que hubiese dicho que era sencillamente horroroso, y se hubiese negado a entrar, pero una vez dentro, todo cambiaba.

En un espacio que no superaba los treinta metros cuadrados, había la barra, unas diez mesas con cuatro sillas cada una, una máquina de tabaco, tres máquinas tragaperras y una de juegos electrónicos. De las paredes colgaba todo tipo de cosas, desde una vitrina destartalada con navajas, mecheros y hasta algunos animales disecados, pero además de esto, las paredes estaban literalmente forradas de baldosas con dichos y refranes, platos de loza de todo tipo, cuadros, dibujos, recortes de periódico, pequeñas esculturas (por llamarlas de alguna manera) etcétera.

El lleno era total. Las diez mesas formaban en el suelo un laberinto inverosímil. Allí todo parecía anclado en los años 60, aunque ya estábamos en los 90. El que atendía la barra lucía un soberbio tupé engominado y un delantal color ala de mosca que le llegaba hasta los pies y, justificándose en el carácter anárquico de la clientela, hacía las cosas más raras del mundo. El camarero que servía las mesas parecía una réplica del barman, los dos hacían las mismas extravagancias y, haciendo honor al carácter liberal de la casa, cada cuanto les parecía se intercambiaban las funciones, por lo que el cliente nunca sabía si hablaba con Quintín o con Serafín.

La cocina, por suerte, quedaba oculta a los ojos del respetable. Cocinero, haberlo habíalo, pues se le oía canturrear la Marsellesa con un tono tan desacompasado que las lentejas tenían cada una su tiempo de cocción individual. Por el cual motivo, cuando en el menú figuraban lentejas con arroz, la gente ya sabía que el arroz estaría deshecho y las lentejas crudas. La explicación que el chef daba a esto fue que el arroz, por ser de procedencia oriental, respondía más bien al tratamiento en grupo.

La clientela, gente muy, pero que muy trotada, blanca y negra a partes casi iguales, bien mezclados, eso si, sin apartheids, comía con la ropa de trabajo, que en la mayoría de los casos era un mono cuyo color original pudo ser azul. Otros llevaban uniformes que debía suministrarles la empresa para la que trabajaban y del cual, casi todos habían eliminado con saña y encarnizamiento el trocito bordado que debía indicar quién o qué entidad se beneficiaba de sus esfuerzos.

Se hablaba alto, sin respetar turno de palabra, ni importar en absoluto que el vecino pudiera oír la conversación. Cada cual sustentaba la propia opinión con los gritos o gestos que creía más convincentes, rechazando o ignorando el punto de vista ajeno, pero nadie se ofendía por esta manera de proceder, pues todos sabían sobradamente, la total falta de trascendencia que tiene el hecho de ver al empleado de la limpieza subirse al pódium, cuando el estadio está vacío.

Allí reinaba el caos total. Había lugar para todas las teorías y posibilidades. Cualquiera podía encontrar su lugar, bastaba un mínimo de buena voluntad para dejarse deslizar por aquella especie de tobogán. Avancé hacia una de las mesas que ya tenía tres ocupantes, y pregunté ¿puedo sentarme aquí? La respuesta no se hizo esperar. Si no puedes sentarte será porque tengas almorranas. Los cristales de las ventanas peligraron por las risotadas. Me senté y mis compañeros, haciendo caso omiso de mi presencia, (eso pensé al principio) continuaron con su animada charla.

Allí, como en otras sobremesas, los viajes eran un tema de conversación importante. Pero a los pocos minutos de escuchar se perfilaba rápidamente la frontera que separa el viaje de la huida. Al poco rato de llegar yo, mis eventuales compañeros de mesa dieron por terminada su comida, pagaron, y después de tener su cuenta saldada, uno de ellos le dio veinte duros al camarero y le dijo señalando hacia mi, esto es para que después de la comida le sirvas aquí al colega un cigaló (carajillo) de los nuestros y, guiñando un ojo, me dijo “controla, que es capaz de cobrártelo otra vez”.

El camarero despejó la mesa y pasó un montón de veces por delante de mis narices sin mostrar el más mínimo interés por mi posible apetito. De pronto, cuando más distraído estaba yo mirando la profusa ilustración de las paredes, el Quintín, con gesto rápido y seguro, colocó sobre la mesa un mantelito de papel, un cubierto y una servilleta verde y al tiempo que la dejaba caer en la mesa con gesto de prestidigitador, me dijo “al desplegarla se le mostrará el menú”.

Teniendo en cuenta el carácter anárquico del establecimiento pregunté ¿esto se sirve en algún orden determinado? A cada cual, en el suyo propio, fue la respuesta. Rompí el trozo de servilleta donde estaba escrito el menú, marqué con rotulador lo que quería, y en qué orden, y se lo entregué. Lo cogió sin decir palabra y desapareció. Pensando que la comida igual podía tardar diez minutos que diez días, me dediqué a recrear la vista en aquel amasijo de cosas y personas, sabiendo que todas existen pero que ninguna condiciona mientras se disponga de las mil pesetas que costaba el menú, con la agradable sensación de estar en tierra de nadie. Pero la experiencia nos dice que estas situaciones no pueden ser duraderas, ya que al cabo de un rato me esperaba un partido bastante duro y en campo contrario. Los de la editorial con la que iba a tratar tenían fama de duros  y fulleros.