Ha habido una decepción generalizada por la conclusión a la que Pedro Sánchez ha llegado después de los cinco días de abril que ha dedicado a reflexionar sobre su futuro político. ¡Tanto ruido para tan pocas nueces! El clima político no va a mejorar después de ese “teatro”, dicen unos y otros. La derecha no va a dejar de estar enrabietada, sino todo lo contrario. Aún lo está más. La prensa de trinchera y la judicatura militante, brazos armados de la derecha, arrecian en sus ataques.

Tengo la sospecha de que lo tiros van por otro lado. Ni Pedro Sánchez ha dedicado esos cinco días a reflexionar ni su llamamiento al sosiego va dirigido al mundo de la política. Creo que los cinco días de abril trataban de hacer que la ciudadanía reflexionase y, sobre todo, se inmunizase ante el discurso del odio y la creciente crispación que intoxican el ambiente político. Lo que trataba de conseguir el presidente del Gobierno era “desacreditar a los desacreditadores”, decirle a la sociedad española que está siendo víctima de la insidia y la calumnia.  

Porque es la sociedad en su conjunto y no sólo la familia del presidente la que sufre los estragos de la mentira generalizada y de la crispación sin tasa. Los ataques de la judicatura y de la derecha, que no aceptan otro gobierno que el suyo, llevan años haciendo estragos entre las filas de la izquierda. Antes los han sufrido en sus carnes dirigentes sindicales y numerosos líderes de Podemos, sin consecuencias para los calumniadores. Ahora Sánchez se rasga las vestiduras porque le toca a él. Bienvenido al club dicen en las filas de Podemos. Pero seguimos mirando al dedo que señala a la luna. No es la política la única víctima de la calumnia y del discurso del odio, sino yo, tú, él, ella, nosotros, nosotras, vosotros, vosotras, ellos, ellas. Todos.

Por eso, cerrando las puertas de la Moncloa durante cinco días, no era Pedro Sánchez quien debía reflexionar, sino toda la sociedad, que se ha visto abocada a la incertidumbre de la posible dimisión del presidente del Gobierno. El cierre de la Moncloa debía servir para abrir las ventanas de los hogares de toda España y que entrase el aire fresco. ¿Ha reflexionado la ciudadanía? ¿Hemos abierto las ventanas? ¿Ha surtido efecto el revulsivo para que la sociedad española empiece a ser inmune a las intoxicaciones constantes de los medios de comunicación y de las redes sociales? Es pronto para saberlo, pero esas y no otras son las preguntas que debemos hacernos en los próximos meses.

Parece claro que el mundo político no va a cambiar porque es un territorio de la vida española entregado al cainismo, endogámico y acostumbrado a olvidar que sirve al pueblo, no que se sirve del pueblo. Para que la política cambie, la que tiene que cambiar es la sociedad española. No hay mucho margen a la esperanza porque estamos mal acostumbrados y solemos mirar el dedo que señala y no a la luna. Estamos acostumbrados a comprarle la “información” política a intoxicadores profesionales y a tertulianos a sueldo del poder de uno y otro signo. Es más cómodo que otros digieran para nosotros el indigesto alimento de la política que nos nutre, aunque resulte tóxico para nuestra salud democrática.

Que la política se ha vuelto tóxica es algo que pocos ponen en duda a estas alturas. Que eso difícilmente va a cambiar, también. El virus de la intransigencia, cuando no del odio, se ha propagado como una pandemia y amenaza la convivencia. La reciente experiencia de la covid-19 nos ha enseñado que eso sólo se ataja mediante una vacuna que inmunice a las posibles víctimas. El virus no es posible erradicarlo, pero sí los daños en el cuerpo social. Así que sólo queda que sea la sociedad la que coja el toro por los cuernos y ponga a cada cual en su sitio. Mediante las urnas, claro está, cuando llegue el momento de votar.