Como decíamos la semana pasada, a las puertas de la escuela Pepe Pinito solían instalarse teatros y circos ambulantes. Uno de los que no fallaba ningún año era el Circo Navarro. Algunos probablemente recuerden el desfile que los artistas hacían al empezar la función dando vueltas a la pista y cantando a bombo y platillo aquello de "Circo Navaaarro es el más original". Otro de los asiduos era un teatro cuyo nombre no recuerdo. Normalmente estaban ocho o diez días, pero a veces estaban un periodo más largo y entonces aquellos miembros de la "troupe" que tenían hijos en edad escolar los llevaban a alguna de las escuelas mientras duraba la estancia del circo o teatro en el pueblo.

A estos chavales, además de tenerlos durante un cierto tiempo como compañeros de pupitre, también los veíamos actuando en las funciones. Así que por mucho que el maestro se empeñara en que los llamáramos por sus nombres, nosotros los llamábamos por los nombres de los personajes que interpretaban en el número que les tocaba hacer. Me acuerdo del Topete, del Mostacho, del Sacamuelas. La Bernardeta interpretaba el papel de la pastorcita Bernadette Subirous en una obra de teatro basada en el milagro de Lourdes, que hacía furor en el pueblo por todo aquello del año mariano. Pacelli Graziosi se sacó "graziosamente" de la manga aquel as para distraer las críticas de medio mundo sobre el papel del Vaticano en la segunda guerra mundial. Antes nazi que comunista.

También había el betunero, que era la antítesis de la Bernardeta, un pícaro de unos ocho o nueve años que salía al escenario con una caja de limpiabotas y el correspondiente banquillo, se sentaba en medio de la pista y empezaba su actuación cantando una cancioncilla que decía más o menos así, "la vida del betunero, la vida del betunero/es una cosa fatal/todo el día trabajando/todo el día trabajando/y a la noche sin cenar". Entonces salía a escena una señora elegantemente vestida que, poniendo el pie sobre la caja decía también cantando "betunero estos zapatos/betunero estos zapatos/me los tienes que limpiar". El limpia respondía "ponga aquí el pie la señora/ponga aquí el pie la señora/que enseguida van a estar".

Mientras hacía su trabajo, el limpiabotas, aprovechando el movimiento del cepillo, entreabría y subía unos centímetros la falda de la clienta, que le llegaba hasta el tobillo, y se hacía en voz alta estas reflexiones "lleva las ligas de seda/lleva las ligas de seda/y las medias de color/si esta pierna fuera mía/si esta pierna fuera mía/que feliz sería yo". No sé si desde su privilegiada posición, sentado a sus pies, el limpia alcanzaba a ver las ligas de la señora, pues ésta no mostraba más que el tobillo. Si se hubiese propasado a mostrar la pantorrilla, el espectáculo habría sido declarado inmoral por la jerarquía eclesiástica. La señora hacía ver que se impacientaba con estas divagaciones del betunero y le gritaba "¡prontoo prontoooo!" "¡acaaabo de seguida!", contestaba él y la señora replicaba "¡beeetunero ay qué pesado estás!".

De los payasos, una de las actuaciones que más recuerdo era aquella en que el listo le dice al tonto, Pepito vamos a montar una agencia de colocaciones para artistas, tú serás el portero y te encargarás de recibir a los solicitantes. El tonto con sus zapatones, una escoba al hombro y un cubillo en la mano, cada vez que se giraba le metía al listo el mango de la escoba por el ojo, contestaba con retintín, yo seré el portero. En esto sonaba un timbre y el listo decía ya tenemos aquí al primer cliente ves a abrir la puerta y pregúntale que quiere.

El tonto abría la puerta imaginaria y se encontraba con una señorita con trazas de extranjera que le decía "do you speak english". El tonto se rascaba la cabeza como si tuviera piojos y con cara de perplejidad se volvía hacia el listo, que le preguntaba, a ver Pepito qué te ha dicho? Dice que le pica la ingle. Pero que barbaridad estas diciendo, está señorita debe ser extranjera y probablemente habla inglés. A ver, pregúntale de dónde viene. El tonto se daba la vuelta en redondo con el consiguiente escobazo a la peluca del listo, volvía a la imaginaria puerta y le soltaba a la interfecta, "y tú dande tas escapao". Ella contestaba con tono muy extremado, "io vengo de Chicago", y aquí el tonto lo tenía clarísimo y le ponía el cubillo en la mano y le indicaba la calle con repetidos gestos de la mano, a cagar al Rueo.

Las actuaciones del betunero y los payasos eran aplaudidas con tibieza pero la Bernardeta arrasaba. Tengo que reconocer que el número se lo habían currado con la recreación de la cueva, las apariciones de la Virgen con ropas muy vaporosas en una estudiada penumbra. La Bernardeta vestida de pastorcita y arrastrándose de rodillas, los diálogos en tono melodramático. Mención especial merecería la actuación del descreído alcalde tirándose a los pies de la Virgen y proclamando a voz en grito milagro, milagro, el mal que corroía mi garganta ha desaparecido. Las lágrimas corrían a raudales. El público estaba verdaderamente muy necesitado de milagros, pero aquéllos que podían haber hecho alguno, como eran iglesia y estado, prefirieron delegar esta responsabilidad en vírgenes y cristos. La fe en los milagros es una mina de oro que el Vaticano siempre ha sabido explotar con suma eficacia.

Un día tuvimos sorpresas. Vi que en la esquina del Postigo con la calle Humildad, enfrente de la taberna de Paco, se arremolinaba la gente en torno a una pareja un tanto extraña. Uno era un ciego que acompañándose de un instrumento que yo no había visto nunca, recitaba en tono plañidero una historia de tres niños, uno de los cuales se llamaba Paquito Navas, que desaparecieron y nunca más se supo de ellos. El otro componente de la pareja era el lazarillo, un niño más o menos de nuestra edad que llevaba en la mano unos cuantos folletos de aquellos que llamaban de cordel, en los que al parecer estaba escrita aquella historia que recitaba el ciego y algunas más y que ofrecía al público asistente al precio de dos pesetas. Creo que soy de los últimos que contemplamos aquel espectáculo que hundía sus raíces en la edad media y que se llamaba Cantos y Romances de Ciego.

Estaba yo embobado escuchando la segunda historia, que versaba sobre un horrendo crimen, cuando llegó uno de la pandilla que me cogió por el brazo y me dijo, ¡ha venido un circo que no cabe en la calle Ancha! y lo están montando en las eras que hay al lado del pozo la Reja, vamos a verlo. Allí nos fuimos. En cuestión de pocas horas había aparecido por allí un montón de camiones y roulottes que formaron un semicírculo, y de los que empezó a bajar gente que desplegaba una actividad frenética. No nos permitieron acercarnos a husmear todo lo que hubiésemos querido y tuvimos que conformarnos con observar desde una cierta distancia. Era el Cirque Prim Frères, algún ilustrado nos lo tradujo Circo Hermanos Prim.

Aquella inmensa barahúnda la montaron en un tiempo récord. Llegaron con las luces del alba y a la noche ya daban función. Rápidamente se extendió el rumor de que compraban gatos y perros para alimentar los leones y tigres que tenían enjaulados. Dieron dos funciones y en una mañana desaparecieron igual que habían llegado. Yo no asistí a ninguna ya que el precio de las entradas no estaba al alcance de mi bolsillo y tuve que conformarme con lo que me contaron. El número de las fieras se efectuaba dentro de una jaula metálica que armaban en unos momentos y el domador acababa el número metiendo la cabeza entre las fauces de uno de los terribles leones. Había chimpancés que montaban en bicicleta, amazonas que hacían equilibrios sobre el lomo de unos caballitos que llamaban ponis, un mago ilusionista que le adivinaba a cualquiera del público hasta el número del zapato sin tomarle medidas, malabaristas que hacían bailar los platos chinos y tres trapecistas que actuaban todos a la vez.

Pregunté por los payasos y me dijeron que había un montón vestidos todos con ropas brillantes y llamativas, pero que todos iban de listos. Faltaba el tonto del traje remendao y estrafalario con sus zapatones, la escoba al hombro y el cubillo a rastras. Un circo monumental "que no cabía en la calle Ancha", con las entradas a un precio fuera del alcance de muchos bolsillos y en el que todos los payasos iban de listos. Por algún comentario que había cazado el vuelo intuí que había alguien en el pueblo que seguramente me habría dado la solución a este enigma. Era aquel Manuel el Matildo que vivía en la Vapora y pasaba por loco, pero no teniendo confianza con él como para planteárselo tuve que esperar a que me lo resolviera el tiempo. Pero eso lo contaremos en otra ocasión.